Fernando Molina (editorial de Pulso del 30 de septiembre).-
El Gobierno está imprimiendo una dosis considerable de fuerza para forzar un “desempate” del impasse político boliviano a su favor. Ha movido sus fichas de una forma autoritaria, aprovechando muy bien un error de la oposición parlamentaria, que le permitió ir a un plebiscito en el que el presidente Evo Morales obtuvo el 70 por ciento de los votos, y el error de la oposición regional, que se lanzó a actos violentos, casi terroristas, que no sólo eran insostenibles, sino también, en gran parte, artificiales, es decir, que no representaban el verdadero estado de ánimo de los ciudadanos de los departamentos “rebeldes”. El Gobierno ha aprovechado igualmente, con inteligencia y prontitud, la matanza de 16 personas en Pando, la cual despertó el repudio internacional contra el movimiento regional boliviano e hizo creíble la propaganda oficial sobre un golpe de Estado supuestamente en marcha.
Así, Morales está cerca de romper el estancamiento del proceso político que dirige, y que no había encontrado hasta ahora la forma de vencer la activa resistencia de varios departamentos del país, de la oposición política y de las élites económicas.
Cumple así su principal objetivo como dirigente de un movimiento popular e indígena que, aprovechando la implosión de las élites tradicionales a consecuencia de los “locos noventa”, pretende acumular tanto poder como sea posible y aplicar un programa de redistribución radical de la riqueza nacional.
Si al principio del proceso las élites atinaron a reaccionar con cierto orden, hoy están perplejas, atrincheradas en algunas prefecturas que el MAS no pudo ganar en el plebiscito, pese a su mayoría nacional. También son fuertes en el Senado, pero éste, en conjunto, ha perdido casi toda su importancia política, porque la institucionalidad democrática ya casi no cuenta en el país.
Aunque es pronto para considerar completamente derrotada a esta oposición, no cabe duda de que los errores que ha cometido la incapacitan para presentar una eficiente resistencia a los planes del MAS.
El argumento oficial para justificar la presión abiertamente ilegal que está realizando (que incluye la detención irregular del Prefecto de Pando, el cual no sólo ha sido acusado, sino también “condenado” por la maquinaria propagandística gubernamental como autor de la matanza) es el sistemático bloqueo que la oposición ha realizado hasta ahora a todos sus intentos de “cambiar el país”, incluso a los más moderados. Algo de verdad tiene este argumento excepto porque no toma en cuenta que dos males no hacen un bien, y un gobierno autoritario no puede solucionar el autoritarismo de los movimientos sociales que se organizan en su contra.
Por otra parte, los títulos democráticos de Evo Morales y sus colaboradores son muy escasos. Su supuesto intento actual por alcanzar un acuerdo con la otra parte es precario, se realiza por presión de las naciones sudamericanas que intervinieron para evitar un enfrentamiento todavía más grave en Bolivia, y, si se da, seguramente resultará efímero. El tono de las declaraciones y las decisiones de las autoridades ha sido, incluso en este delicado momento, amenazante y conflictivo.
Tampoco podemos olvidar que el Gobierno ha azuzado el odio que ahora paradójicamente pretende conjurar con “mano dura”. Y, por supuesto, no es que esté realizando el esfuerzo de retomar el control de la situación por medio del fortalecimiento de las instituciones estatales, sino por la vía contraria, es decir, prescindiendo de dichas instituciones.
Hay que concluir, entonces, que en este momento la democracia boliviana, en su sentido pleno, está a punto de sucumbir.
El presidente Morales está apostando fuerte: O impone sus condiciones o pone en riesgo la soberanía del país, amenazada por las potencias vecinas que, según han afirmado, no permitirán el caos en la región.
Por otra parte, algunos de los opositores, de forma muy poco digna, preferirían una intervención extranjera que el triunfo del Gobierno que aborrecen.
Todavía es temprano para predecir lo que sucederá, excepto por una cosa: pueden esperarse días muy duros.
Una vez más, ante nosotros se materializa los indicios de ese fenómeno siempre presente en la modernidad que es la revolución. Como se sabe, la revolución lleva el odio por la injusticia a su paroxismo, pero normalmente no desemboca en una sociedad de equilibrio y felicidad, sino en la opresión de las mayorías por parte de unas minorías “justicieras” que avasallan al resto en nombre de un ideal. Un ideal que sirve para justificar la violencia pero nunca para darle un sentido verdadero.
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