Cuando se trata de la vida y la muerte, de la viabilidad de un país o su bancarrota uno no debería ser frívolo. En relación a Bolivia, como decía Vallejo: “quiero escribir y me sale espuma / quiero decir muchísimo y me atollo”.
Es que la semana pasada fue una de las más trágicas de las que se tenga memoria (no por el número de muertos, que los hubo y muchos a lo largo de la historia contemporánea, sino porque ésta fue la primera vez en que se enfrentaron civiles contra civiles).
Por ello, el balance que se haga de la Cumbre de UNASUR o de la actuación de la OEA debería comenzar por dimensionar la magnitud de lo que estaba en juego: sin duda la posibilidad de una ruptura del orden democrático, pero también de una lucha sangrienta y fratricida que todos, absolutamente todos los latinoamericanos padeceríamos.
En ese contexto la Cumbre fue un éxito indiscutible para la democracia y el gobierno boliviano: Evo Morales hoy se siente respaldado por el 67 por ciento de la población, pero también por todos y cada uno de los países de la región, y eso es tener tanto poder como el que se desee.
Es también un éxito para Chile. Bachelet estuvo a la altura de sus responsabilidades como líder: convocó a la Cumbre, la condujo a buen puerto y fijo una agenda para el futuro.
Dicho esto, también hay que entender al Presidente Lula y sus reticencias a convocarla. La complejidad de lo que ocurre —que no puede ser reducido solamente a un intento de golpe de Estado y menos a una conspiración del imperio como irresponsablemente sugiere Hugo Chávez—, probablemente hizo reflexionar al brasileño haciéndolo concluir que entre tanta personalidad compleja las cosas podían salirse de madre, o que la Cumbre era pan para hoy y hambre para mañana.
Es que hay que convenir que nadie le tiene mucha fe a las comisiones, ni siquiera a las de la OEA, que tienen un mandato aprobado por todos los países y una carta de navegación específica. En la de UNASUR, ¿a quiénes representarán sus integrantes?, ¿a sus países?, ¿a ellos mismos?
Además, ¿cómo verá la oposición boliviana esta comisión después de la declaración de respaldo al gobierno? Quizá la considerará oficialista y, por falta de confianza de una de las partes, no pueda interceder entre ellas.
Mientras tanto el proceso social y político boliviano continúa y el escenario más probable es que pronto tendremos episodios similares de violencia, los cuales no terminarán mientras uno de los bandos en disputa —elija usted cuál— crea que esto es parecido al desembarco en Normandía (aquél que cambiará la correlación de fuerzas de la guerra); y el otro considere que está en Stalingrado (y llegó la hora de defenderse contra los invasores). En resumen, nada cambiará mientras los extremistas de uno y otro lado crean que se están jugando la vida en una partida sin importar cuántos muertos tengan que apostar en ella.
De ahí la altísima responsabilidad que tenemos los demócratas y los progresistas que creemos que Bolivia merece un futuro en paz: criticar sin piedad a los grupos ultramontanos que persiguen indígenas para asesinarlos, defender sin condiciones las libertades fundamentales, cierto; pero también no dar cheques en blanco a quienes no son capaces de administrar el poder respetando a las minorías, a esos pocos que creen que llegó la hora de tomar el cielo por asalto. Ese pensamiento es el que condujo a la derrota del movimiento popular en los ’70 y nadie debería olvidarlo.
Coordinador del Observatorio de política regional de Chile 21
(Publicado en La Tercera de Chile el 17 de septiembre de 2008)
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