Pando es de muy difícil acceso, gran parte del año apenas se puede llegar por tierra y en época de lluvias sólo quien posea ánimo de aventura y esté dispuesto a pasar semanas en medio de una carretera que desaparece sin avisar.
Cuando se viaja por allí y se tiene la suerte de comer en algún poblado, uno lo hace hasta decir basta: si es el desayuno, huevos, carne, arroz todo lo que sea posible, los baqueanos dicen que uno debe hacerlo así porque no sabe cuándo lo hará de nuevo, si la selva lo retendrá por semanas sin otra cosa que fruta y animales de caza.
El aeropuerto entonces —un caserío y una lengüeta de tierra en el que aterrizan sobre todo avionetas pequeñas—, es el contacto con el mundo de este pequeño pueblo en medio de la selva amazónica, mucho más cerca de Brasil, que del lejano centro de La Paz o, mejor, del Estado boliviano que casi no tiene presencia allí.
Cierto que un comando del ejército y un batallón de la policía tienen sede en ese departamento boliviano, pero es la Prefectura o organizaciones corporativas como los ganaderos, el comité cívico, o las que agrupan a los pueblos indígenas de la zona los que realmente expresan a las fuerzas vivas del pueblo, las que se reúnen, protestan o pasean (las chicas en una dirección, los chicos en otra para mirarse a los ojos) en una pequeña plaza principal, rodeada por la Alcaldía, la iglesia, un banco y algunos comercios.
A pocos kilómetros de allí, a orillas un río que divide la periferia de la selva tupida, espesa y agresiva de la amazonía y que quienes quieran vadear tiene que cruzar en pontón (esas grandes balsas de madera que uno no sabe cómo pueden flotar con un camión encima), ocurrió hace unos días el enfrentamiento más sangriento de los últimos años y quizá el más complejo, no por la cantidad de muertos y heridos sino porque eran civiles los que se enfrentaron con otros civiles.
La narración de los hechos —que aún espera una investigación independiente que dé cuenta de lo que ocurrió realmente—, varía según sea la versión del gobierno o de la oposición. En resumen, un grupo de campesinos e indígenas que se dirigía a la otrora bucólica plaza de Cobija para apoyar al gobierno de Evo Morales y otro grupo de pobladores que salió a enfrentarlos. El Prefecto de Pando, Leopoldo Fernández, afirma que el primer muerto que cayó fue de su bando, y que a raíz de ello sus huestes se armaron para defenderse; la versión del gobierno es que un grupo pacífico de campesinos fue cazado como si fueran animales por una turba enardecida opositora y armada.
A partir de allí un aquelarre que sólo pudo controlarse con un estado de sitio que costó dos muertos más (totalizando una quincena), la detención del Prefecto por genocidio y la movilización de toda la comunidad internacional para evitar un estallido de violencia sin límites y sin precedentes.
Fernández un político con 20 años de experiencia, el gran caudillo pandino, si bien validó dos veces en las urnas su respaldo popular, como representante clásico de la partidocracia que se desintegra en Bolivia fue incapaz de asumir sus responsabilidades y los cambios que se produjeron en el país en los últimos años. Hoy está preso y su destino correrá la misma suerte que la coyuntura política, pagando cara la ceguera con la que se condujo.
Pero la responsabilidad del gobierno en el estallido no es menor, si bien mayoritario y con una legitimidad sin precedentes en la historia democrática, también se mostró incapaz de entender que las transformaciones sociales que atraviesa Bolivia no sólo son étnicas sino también regionales. En ese sentido, la demanda de autonomías que desde hace años reivindican zonas olvidadas como las de Pando (a las cuales el Estado ni siquiera les construyó una carretera) fueron negadas reiteradamente con la convicción de que la fuerza de la mayoría subsumiría a esas minorías que se niegan a seguir dependiendo de un centro que las tiene olvidadas.
¿Cómo se llega a una situación así?
En un artículo de la revista Pulso, Marco Zelaya afirma que esta convulsionada etapa de la historia boliviana denominada como la era del gas, sería mucho más preciso identificarla como el “ciclo de la maldición de los recursos naturales”.
Bolivia a lo largo de su vida independiente y aún antes se definió por el reparto que hizo de lo que la naturaleza tuvo a bien darle, su historia está atravesada por esa lucha: desde el nacimiento de la ciudad de La Paz en 1548 durante la Colonia (se llama así porque fue fundada en celebración de la paz alcanzada entre Almagro y Pizarro que se enfrascaron en una cruenta lucha por repartirse las haciendas y la plata de Potosí); hasta el estaño (“el metal del diablo” para los historiadores); el guano el salitre y más recientemente, los hidrocarburos.
El descubrimiento de ingentes cantidades de gas, en lugar de resolver los problemas crónicos de pobreza y atraso del país, de exclusión social y racismo, los ahondaron porque significó el despertar de pulsiones que durante décadas estuvieron adormecidas.
El gas enloqueció a los bolivianos que consideraron que el único problema del país era el reparto de la renta, la que siempre había favorecido a un grupo de privilegiados corruptos. Ése, y no la creación de la riqueza, fue el incentivo de las fuerzas económicas y sociales bolivianas a lo largo de la historia.
Más recientemente hay que encontrar la explicación de lo que ocurrió en Pando en el triunfo sin precedentes de Evo Morales en un referéndum revocatorio donde se alzó con el 67% de los votos, cuando ganó sin concesiones y casi unánimemente en todas las áreas rurales, incluso en la de los departamentos autonomistas (que consolidaron a sus Prefectos gracias al número de votos en las ciudades, pero sin imponerse ni siquiera en la totalidad de su región). No hubo empate el 10 de agosto y creer aquello no sólo es un error político sino matemático.
Después de esos resultados, el Gobierno emprendió una operación que le permitiera dar el tiro de gracia a la oposición con la convocatoria a un nuevo referéndum en diciembre próximo, esta vez para la aprobación de otra Constitución y para autorizar la reelección, de forma que el único líder boliviano de proyección nacional e internacional, continúe en el cargo. Es que si los resultados son iguales o parecidos a los del referéndum revocatorio, el 2009 se convocaría a nuevas elecciones y, a partir de ahí, el límite para Evo Morales será el 2019.
Escenario probable porque después de los abrumadores resultados de aquel domingo de agosto, la oposición se encuentra difusa y confusa: sean los partidos de derecha que en un error que les costará su viabilidad futura propiciaron el mismísimo referéndum revocatorio; sea la oposición regional que se encuentra en estado de apronte y radicalizada producto del aislamiento y del cerco geográfico oficialista que comienza a asfixiarlos.
De todas formas, la convocatoria al referéndum por la nueva Constitución y por la reelección fue una decisión arriesgada porque no es lo mismo votar por la continuidad de un Presidente democrático que por una doctrina ideológica que regirá la vida de millones de bolivianos en el largo plazo.
La nueva Constitución es resistida por todas las regiones orientales porque desconoce las autonomías, entre otras cosas porque éstas plantean competencias que el gobierno no está dispuesto a ceder: educación salud, policía, capacidad legislativa y el control de los recursos naturales y la tierra.
La oposición también argumenta en su rechazo el proyecto de nueva Constitución que ésta fue aprobada solo por una mayoría oficialista, por ser antiliberal y por tratar de indigenizar el país.
Podría haber sido otro capítulo más del clásico empate catastrófico boliviano, aquel que se produce entre unas masas fuertes y bien organizadas ahora en el poder, y una elite débil, racista y excluyente, pero el resultado del referéndum permitió al gobierno pensar que había llegado la hora del desempate.
Operación, sin embargo, que olvidó un detalle fundamental: a un enemigo herido y apaleado hay que darle una salida, por honor pero también por astucia: uno nunca sabe cuán peligroso puede ser en el futuro; no entender esa máxima política le cobró la cuenta a Morales.
El cambio cualitativo
En Bolivia hay una constante de enfrentamientos duros y violentos contra el Estado o sus instituciones, sin embargo, desde la Revolución Nacional de 1952 no existía un enfrentamiento entre civiles; civiles que hoy están armados, como dice un reciente editorial del periódico La Razón: “si los líderes políticos, cívicos, sociales, sindicales y regionales del país dieron suficientes muestras de que nunca llegaron a medir las consecuencias de su discurso —que muchas veces fue excesivamente confrontacional—, ahora deben saber que la situación en Bolivia es tan difícil que la población civil está, literalmente, armada. En los últimos días se ha evidenciado… que los grupos de choque civiles del oficialismo y de la oposición poseen armas de fuego y, a juzgar por lo ocurrido en Porvenir, Pando, están dispuestos a utilizarlas cuando lo consideren propicio”.
Ese dato es cualitativamente distinto a lo ocurrió en los últimos años, y es el que preocupó a la comunidad internacional tanto que el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, advirtió el riesgo de llegar a una situación irreversible; la presidenta pro tempore de UNASUR, Michelle Bachelet, convocó a una cumbre de urgencia en Santiago y el presidente de Brasil, el país con mayor responsabilidad sobre la situación boliviana (por su extensa frontera, su dependencia del gas y por el peso específico que tiene en la región), movilizó toda su capacidad diplomática y política para poner paños fríos a una situación que amenazaba con salirse de madre.
Asimismo, como sostienen los más veteranos diplomáticos de la región, éste es un conflicto hecho a medida para que la OEA muestre su justa dimensión y para saber si sus críticos tienen o no razón (a quienes avalan lo acontecido en el pasado: la guerra de Las Malvinas o la de Centroamérica, por ejemplo, donde ésta brilló por su ausencia).
Así, se puso nuevamente en el tapete uno de los temas que siempre rondan los análisis en situaciones de crisis como éstas: la vigencia de una de las organizaciones regionales más antiguas del mundo, precisamente cuando Latinoamérica se tensiona merced a la ideología y a las fuertes disputas por un liderazgo que cada vez se hace más elusivo y fragmentario.
En descargo de Insulza y sus hombres habrá que decir que en los últimos años América Latina se ha convertido en un polvorín, y que quizá la crisis de la OEA no se deba sólo a las personas que la manejan sino a los mecanismos que la sostienen y que se muestran insuficientes para enfrentar los nuevos desafíos regionales, y a la influencia de EEUU. De allí el estrellato de organismos subregionales como la Unión de Naciones Sudamericanas.
El protagonismo de UNASUR
Como para que nadie dude de las dificultades que tuvo que enfrentar UNASUR —el más reciente mecanismo de integración subregional— antes de la crisis boliviana veamos los antecedentes a su fundación en mayo pasado: Colombia no quiso aceptar la presidencia pro tempore que le correspondía, por sus problemas con Venezuela y Ecuador (por eso la tuvo que asumir Chile, el siguiente país en orden alfabético); el Secretario General de UNASUR —el ex presidente ecuatoriano, Rodrigo Borja— renuncio intempestivamente porque no se hicieron las cosas como él quería; y, finalmente, lo que iba a ser la primera resolución de UNASUR, la idea brasileña de crear un Consejo de Defensa de América del Sur —una especie de OTAN sudamericana—, se vino abajo, nuevamente por la oposición de Colombia, país que hablaba por sí mismo, cierto, pero también por los EE.UU.
Con todos esos traspiés, sólo la fortaleza de Brasil, que buscaba en esta plataforma retomar el liderazgo continental, y la aquiescencia de la izquierda chavista que bebe los vientos por asuntos como éste, permitieron que naciera.
Por ello, el balance que se haga de la Cumbre de UNASUR en Santiago (o de la propia actuación de la OEA) debería comenzar por dimensionar la magnitud de lo que estaba en juego en Bolivia: sin duda la posibilidad de una ruptura del orden democrático, pero también de una lucha sangrienta y fratricida que todos, absolutamente todos los latinoamericanos padeceríamos.
En ese contexto la Cumbre fue un éxito indiscutible para la democracia y el gobierno boliviano: Evo Morales hoy se siente respaldado por el 67 por ciento de la población, pero también por todos y cada uno de los países de la región, y eso es tener tanto poder como el que se desee.
Es también un éxito para Chile. Bachelet estuvo a la altura de sus responsabilidades: convocó a la Cumbre, la condujo a buen puerto y fijo una agenda para el futuro, y eso es lo que se le pide a un líder en situaciones como ésta: no que analice sino que actúe.
Dicho esto, también hay que entender al Presidente brasileño. La complejidad de lo que ocurre en Bolivia —que no puede ser reducido solamente a un intento de golpe de Estado y menos a una conspiración del imperio como irresponsablemente sugiere Hugo Chávez—, probablemente hizo reflexionar a Lula haciéndolo concluir que entre tanta personalidad compleja las cosas podían equivocar el cauce.
Como bien sentenció M. A. Bastenier “Luiz Inácio da Silva se permitió el lujo de esperar hasta que la reunión de UNASUR se concibiera en sus propios términos… Evo Morales repetía que la crisis era intra-boliviana y que no hacían falta mediadores externos y Lula no quería mover un dedo si no era a instancia de parte. Y cuando la convocatoria se produce, aunque la cobertura de la reunión internacional baste para salvar la cara a La Paz, nadie duda de que es para que Brasil, superpotencia emergente de América Latina y principal cliente del gas boliviano, ordene el procedimiento. A Lula le han llamado; no ha tenido que pedir turno de palabra”.
De ahí que los resultados de la cumbre en lugar de parto de los montes, se convirtió en el ingrediente imprescindible para lograr un diálogo que hasta el cierre de esta edición seguía tenso, bajo la atenta mirada de José Miguel Insulza y de Juan Gabriel Valdés, uno por la OEA y otro por UNASUR, diálogo que sigue siendo la última esperanza para evitar una confrontación mayor.
De forma que hoy, como afirma el sociólogo boliviano Fernando Mayorga, “otra vez (los bolivianos) hemos transitado el camino más largo para arribar al punto de partida porque, después del agravamiento del conflicto con saldos trágicos, retornamos a la noche del 10 de agosto. A los resultados del referéndum revocatorio que fueron un mandato para la negociación. Sin embargo, se impusieron las posturas maximalistas en el oficialismo y la oposición”.
Con beneficio de inventario
Ahora bien, por primera vez desde que comenzó esta etapa de inestabilidad en Bolivia, hay componentes nuevos en el sistema político, sectores radicales que comienzan a plantear la solución por el desastre: los grafittis que se pueden ver en Santa Cruz, Tarija, Beni o Pando que llaman a las arma y que son de profundo corte racista, y los movimientos sociales que marchan a las ciudades opositores en señal de amenaza, son expresiones minoritarias pero que encienden luces de alarma en todos los demócratas del continente
Mientras tanto el proceso social y político boliviano continúa y el escenario más probable es que, pese al diálogo, pronto tendremos episodios similares de violencia, los cuales no terminarán mientras uno de los bandos en disputa —elija usted cuál— crea que esto es parecido al desembarco en Normandía (aquél que cambiará la correlación de fuerzas de la guerra); y el otro considere que está en Stalingrado (y llegó la hora de defenderse contra los invasores). En resumen, nada cambiará mientras los extremistas de uno y otro lado crean que se están jugando la vida en una partida sin importar cuántos muertos tengan que apostar en ella.
Finalmente, a raíz de este episodio, vuelve a surgir en ciertos círculos políticos e intelectuales la discusión sobre una posible balcanización de Bolivia. Y aunque nadie puede darse el lujo de pronosticar el futuro, hablar de balcanización parece una exageración.
Si bien existe esa idea entre pequeños grupos marginales, no hay en la actualidad movimientos sociales que la planteen seriamente. Por otra parte, están ausentes fuerzas extranjeras dispuestas a intervenir en un proceso secesionista porque generaría un escenario regional tan complejo que ningún país está dispuesto a enfrentar. Finalmente, este tema sigue siendo intocable para el ejército que se mantiene fiel a la institucionalidad a pesar de las provocaciones de Hugo Chávez, con lo cual las fuerzas centrípetas pueden evitarlo, no sólo con el espíritu de la ley sino a través de la materialidad de la fuerza.
Por tanto, ni la estabilidad política anhelada ni la balcanización indeseable; lo que cada día parece confirmar más la tesis de que Bolivia es un país arrebatador —sea el altiplano montañoso de La Paz o la selva agreste de ese Pando incomunicado y tan lejos de Dios—, pero que sufre a causa de un Estado fallido que le impide encontrar su verdadero lugar en el mundo y que quizá esté viviendo el tránsito dramático entre la derrota política y armada de la oposición (la electoral ya ocurrió en agosto), y la instauración de un nuevo orden que tiene el signo inequívoco del Movimiento Al Socialismo de Morales.
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