El mejor prestidigitador político que exista hoy en Latinoamérica, aquel capaz de sentarse toda la noche junto a sus descamisados y llorar al firmar el decreto con el que sellaba su triunfo. El político hábil y taimado, el indio tenaz y admirable, el de la chompa multicolor y el traje sin corbata, ése, al que todos conocemos antes de nombrarlo, ha roto el empate catastrófico boliviano. Tardó tres años más de lo previsto pero finalmente impuso su agenda política, económica y étnica casi sin modificaciones.
En el camino quedó una oposición boqueando, derrotada (electoralmente en agosto y políticamente en septiembre), incapaz de hacerse viable o de seguir el ritmo a la historia. Un fracaso apenas menos amargo por aquellas pocas concesiones que le hizo el gobierno como permitir la tenencia de la tierra, postergar la segunda reelección o aceptar autonomías controladas.
Y a lado de aquel ilusionista y de estos juglares, como testigos silenciosos, mirando, decenas de muertos inocentes, cientos de heridos y un país paralizado y expectante.
Ahora bien, ¿cómo será este nuevo orden que llega para quedarse? Estatista antes que socialista en lo económico —una perspectiva a la que el mundo parece dirigirse sin escalas—; peronista antes que chavista en lo político; y antiliberal por sobre todas las cosas.
Desde la perspectiva étnica e inclusiva, va a la par con la historia; pero como otro triunfo del occidente arcaico y centralista que desde finales del siglo XIX conduce Bolivia, se opone a ella sin esperanza.
Después de su triunfo, la responsabilidad ha quedado por entera de lado del gobierno, la pregunta leninista que se escucha soterrada y sensatamente en el Palacio Quemado es qué hacer con tanto poder, y ya se ensayan respuestas. Respuestas con visos autoritarios y populistas, cierto, pero que sigue siendo democráticas como lo demostró el hecho de que el lunes pasado —pudiendo—, Morales no hubiera tomado el poder por la fuerza, a pesar de los pedidos desesperados de miles de campesinos que querían quemar el parlamento, e instaurar el gobierno de los soviets y de los ayllus de una vez y para siempre. Aquel genio del marketing y la propaganda, el padre ordenador y castrador, evitó la catástrofe en una vigilia televisada para el público —que era la nación toda—, demostrando que aún hay esperanzas para la democracia y las instituciones.
Y en medio de estas semanas que estremecieron a Bolivia, la OEA y UNASUR vivieron un infierno para cualquier político: “sentarse en una mesa de negociación sin poder opinar”, como confidenció Dante Caputo a quien quisiera oírlo.
Pero el papel de ambas organizaciones no debe medirse por lo que pasó sino por lo que podía pasar.
Su sola presencia evitó mayor violencia de la que hubo y permitió una retirada ordenada de la oposición y que los sectores fundamentalistas del gobierno no impusieran su criterio. Sin la OEA y UNASUR el resultado hubiera sido el mismo, sin duda, pero con muchos más muertos, más luto y dolor del que una sociedad puede resistir sin quebrarse. Sería injusto pedirles más… o mejor: ¿podría pedírseles otra cosa?
Por eso reciben el aplauso de la platea y la obra puede continuar sin mayores interrupciones (apenas violencia esporádica a la que estamos casi acostumbrados); y en ella nadie se pregunta quién es el director o por quién doblan las campanas, todos sabemos que hoy y durante muchos años las campanas doblarán con fuerza por Evo Morales.
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