La nueva Constitución boliviana ha sido aprobada por la Asamblea Constituyente.
En Oruro entre gallos y medianoche (nunca tan bien utilizada esa expresión), con vigías de algunos movimientos sociales que impedían el acceso de otros, cediendo ante los menos e introduciendo artículos para que aquellos no incendien la ciudad, con la oposición demudada, dividida, ineficaz e impotente.
Ya está.
Queda al frente lo que siempre estuvo al frente... otros movimientos sociales, algunas regiones sublevadas, una huelga de hambre masificándose a medida que pasan los días, la radicalización de buena parte de la clase media.
En tanto, el país más dividido que nunca. Sus clivajes regionales, étnicos y económicos profundizándose hasta convertirse en grietas divisorias, en abismos de diferencia y odio.
Las demandas de los sectores que se enfrentan en el ring dejan de ser reivindicativas y comienzan a cobrar caracter estructural... la escalada está en ascenso vertiginoso y lo que vaya a ocurrir en el futuro tendrá que ver más con la fuerza que con la sensatez.
La discusión sobre los contenidos de la Constitución se convierte en una fantasía distópica y en cualquier momento será considerada la línea de división entre opositores y oficialistas (opositores quienes no quieren discutirlos, oficialistas quienes los discuten) ¿Y nuestra Ley fundamental? Bien, gracias. Puestos así no hay muchos caminos de retorno.
Ya está.
El gobierno se jugó por la política de las acciones consumadas, la oposición (no la partidaria, sino la social, corporativa y regional) posiblemente seguirá el mismo camino y, cuando eso ocurra, las pocas oficinas del Estado tomadas hasta hoy en los departamentos opositores, los perros degollados, los conatos de violencia civil, el descontrol territorial y la anomia social serán un pálido recuerdo del escenario catastrófico que puede desencadenarse.
No es la legitimidad de la Constitución la que únicamente se ha puesto en juego (que lo está, y mucho), sino del sistema en el que vivimos los bolivianos por los últimos 25 años.
¿Quedan opciones? Siempre las hay, sólo que cada vez cuesta más pensarlas, proponerlas, impulsarlas.
El símbolo mayor de la decepción puede resumirse en el descontrol territorial: aviones venezolanos que no pueden aterrizar, helicópteros del gobierno que no pueden despegar, grupos que no se pueden reunir en la mitad del país (la otra mitad ansiosa por acogerlos), ciudades sin policía ni ejército que garanticen la seguridad ciudadana, territorios donde rige únicamente la Ley de lynch. En fin, el paulatino deterioro de las normas mínimas de convivencia que debe garantizar el Estado.
Y el dilema ético fundamental, ahí presente, mirándonos: ¿Qué debemos hacer?
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