(Artículo de Fernando Molina Director del Semanario Pulso).-
Hay que decir de partida que la Constitución aprobada "en grande" por el oficialismo en la Asamblea Constituyente respeta los tres grandes derechos liberales que el occidente considera fundamentales desde la Revolución Francesa: vida, libertad y propiedad. Sin embargo, no lo hace de idéntica forma. Protege ampliamente el primero, en la mejor tradición humanitaria boliviana, mientras que pone a los dos siguientes serios límites, los más importantes que se hayan conocido en la historia legislativa del país.
La Constitución sólo acepta el derecho de propiedad "siempre que ésta cumpla una función social", lo que se repite en nuestras cartas magnas desde 1938, pero a ello ha añadido lo siguiente: "se garantiza la propiedad privada siempre que el uso que se haga de ella no sea perjudicial al interés colectivo". Y luego, más adelante, que la iniciativa privada debe "contribuir al desarrollo del país" para ser respetada por el Estado. Esta redundancia es muy decidora. En todo el documento se puede percibir un indisimulado recelo respecto a la gran propiedad privada, que encuentra su paroxismo en el campo de los recursos naturales.
Allí se dice una y otra vez, con redundancia machacona, que el Estado puede y debe participar directamente de la producción, que debe controlar estratégicamente a todos los otros actores, que éstos no tendrán ningún derecho propietario y que deberán pagar compensaciones por la explotación de los recursos de modo que el Estado reciba un beneficio "equitativo", etc.
Y aunque en casi todos los casos se permite que haya una cierta participación privada, en ninguno se trata de facilitarla y mucho menos impulsarla. En otras palabras, aunque no se dice que el Estado debe monopolizar la explotación de los recursos, se tiene esta idea, por decirlo así, "en la punta de la lengua", y si no se expresa claramente es sólo en consideración a la pobreza del país y a la necesidad que tiene del financiamiento transnacional para poner en funcionamiento su industria extractiva. La excepción la encontramos en el sector eléctrico, en el que la eliminación de la empresa privada se torna total: "La cadena productiva energética no podrá estar sujeta a intereses privados, ni concesionarse", dice el artículo 376. La aplicación de esta disposición implicaría la nacionalización de una importante cantidad de empresas extranjeras de capital norteamericano y europeo.
Esta aversión por las transnacionales se expresa también en la ruptura de uno de los principios de la Organización Mundial del Comercio en la que participa Bolivia, la igualdad entre los inversionistas extranjeros y nacionales. A contrapelo, esta Constitución señala que "la inversión boliviana será priorizada frente a la inversión extranjera" (aunque al decir esto contradice uno de los basamentos económicos que establece ella misma, según el cual ningún sujeto económico debe recibir un tratamiento "más favorable"). Como resultado tenemos que, de ser aplicada, esta Carta repelería a la gran inversión extranjera. Y no sería por error, sino por un deseo conciente.
En su punto de más extremo nacionalismo, la Constitución considera el ofrecimiento de ventajas a las empresas extranjeras y cualesquiera actos de “enajenación de los recursos naturales… a favor de potencias, empresas o personas extranjeras” como delito de “traición a la patria”, exactamente igual que el de tomar las armas contra el propio país, y pasible por tanto también a una condena de 30 años de prisión sin derecho a indulto. Esta es la forma en la que la mayoría oficialista de la Asamblea ha traducido al lenguaje constitucional el deseo del presidente Evo Morales de sancionar de forma draconiana a quienes en el futuro intenten privatizar las empresas públicas. El Presidente incluso habló de la pena de muerte. Aunque la Constitución no llega a tanto, en todo caso, de perfeccionarse, su contenido restringiría gravemente la libertad de pensamiento de los bolivianos en materia económica. En el futuro los ciudadanos tendrían sólo tres opciones: o coincidir con el mencionado nacionalismo económico, o tratar de cambiar la Constitución, o no participar en política. (En contrapunto, este proyecto amplía la libertad al separar el Estado y la religión y al poner límites estrictos a los mecanismos coercitivos). En cambio, el documento no cumple el deseo presidencial de levantar el secreto bancario, una consigna muchas veces empleada por Evo como caballito de batalla. Pese a todo, el secreto bancario sigue consagrado como una garantía constitucional.
Por otra parte, el Estado productor diseñado por esta Constitución debe ser también un Estado del bienestar, encomendado de proveer muchos y muy diversos servicios públicos, de redistribuir la riqueza agraria, promover la economía popular, generar empleos formales, crear empresas estatales que generen bienes públicos, formar fondos financieros no bancarios, repartir rentas de vejez, etc. Nos encontramos ante un movimiento que ya es clásico: Si se pone al Estado en el centro de la economía es para darle los mecanismos necesarios para repartir prosperidad entre todos.
Una Constitución centralista e indianista
Además del exacerbado nacionalismo, otra característica de esta Constitución “en grande” es su centralismo político. El texto proyecta una Asamblea Legislativa Plurinacional que monopolice la elaboración de leyes, y un gobierno central que controle casi todas las competencias importantes, incluyendo la fijación de todos los impuestos y la “gestión de la educación y la salud”. Con ello, las autonomías departamentales solicitadas por los departamentos del oriente y el sur del país no mejorarían los derechos que ya poseen estos departamentos, es decir, la elección directa de los prefectos y la administración de un puñado de competencias menores. Pero además la situación para los autonomistas incluso empeoraría, porque se formarían, además, autonomías regionales e indígenas dentro de los departamentos, las cuales tendrían sus propias autoridades.
Vemos entonces que, como ocurre normalmente, el nacionalismo ha conducido al centralismo. En esta Constitución el Estado central aparece muy celoso de su soberanía, excepto respecto a los indígenas, los cuales pueden formar “territorios” con jurisdicción propia que no deben someterse a otros niveles de gobierno (municipios, regiones y departamentos), y que son los únicos autorizados para gestionar algunas competencias clasificadas como privativas del centro, como los sistemas de salud. Las autoridades de estos territorios serían elegidas por los procedimientos indígenas de selección de dirigentes y no por voto directo. Y poseerían una justicia propia, que tendría la misma dignidad que la justicia nacional y que tendría facultades para perseguir todos los delitos, de acuerdo a normas propias culturalmente determinadas. Ninguna sanción dada dentro de esta jurisdicción podría apelarse ante la justicia ordinaria. La justicia comunitaria solamente estaría sujeta a la Constitución y por eso debería respetar los derechos que ésta instituye, inclusive la prohibición de la pena de muerte. Sin embargo, podría “interpretar interculturalmente” estos derechos (de una forma que no se especifica). Simultáneamente, la Constitución establece que los indígenas deberán estar especialmente representados en los órganos públicos no indígenas, por medio de disposiciones electorales especiales cuando se trate de instancias nacionales, y por medio de sus propios usos y costumbres cuando las instancias sean departamentales o regionales.
Todo esto le da carnalidad, por hablar así, a la declaración constitucional de Bolivia como un país “plurinacional”. Al mismo tiempo plantea un sinfín de preguntas sobre la viabilidad, la practicidad y la equidad de los sistemas de gobierno y de administración del país, que a primera vista parecen diseñados para sobre-representar a las corporaciones indígenas en detrimento de los ciudadanos no organizados, sean éstos indígenas o no. Y plantea dudas sobre los efectos que todo esto tendrá en la conflictividad del país, el racismo, la universalidad de los derechos, etc.
¿De la refundación a la reelección?
Para los políticos de oposición todo lo anterior puede ser más o menos discursivo (aunque esta evaluación no toma en cuenta que, en gran magnitud, los cambios retóricos no pueden carecer de efectos prácticos). Para ellos lo que cuenta es otra parte de la Constitución: la que autoriza la reelección continua del Presidente (por un mecanismo de votación que parece “hecho a medida”, pues da la victoria en la primera vuelta al partido con mayoría absoluta o al que gane con más del 40 por ciento de los votos y 10 por ciento de diferencia respecto del segundo) y la parte que manda la convocatoria a elecciones generales tres meses después de la promulgación de la nueva Constitución, de acuerdo a una nueva legislación y bajo la conducción de nuevos órganos electorales. Según la oposición, esto apunta a la perpetuación de Evo Morales en el poder y a esto es a lo que se ha reducido la pretendida refundación del país, porque los demás artículos son muy difíciles de concretar en la práctica. Hay que decir, sin embargo, que esta Constitución no parece pura palabrería. En este análisis, la reelección aparece más bien como uno de los muchos instrumentos que el gobierno pretende usar para acumular poder con un propósito que sin embargo no se agota en el poder mismo, y que pese a su confusión tiene la forma de un programa político. Un programa que no es socialista, en efecto, pero que al mismo tiempo resulta profundamente antiliberal y puede tener importantes consecuencias para el futuro del país.
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