Fernando Molina
La situación boliviana actual no requiere de un análisis sociopolítico, sino de un psicoanálisis. En diciembre del año pasado, el presidente Evo Morales, que veía que sus iniciativas, entre ellas la aprobación de una nueva Constitución, eran sistemáticamente bloqueadas por los prefectos opositores que gobiernan seis de los nueve departamentos del país, decidió imitar el “referendo revocatorio” de la Constitución de Venezuela y anunció la presentación de un proyecto de ley sin antecedentes en la tradición boliviana. ‘Pido que el Congreso convoque al pueblo --dijo entonces el Presidente-- a votar por mantener o revocar los mandatos del presidente, el vicepresidente y los prefectos departamentales’. Al parecer su idea era aprovechar su popularidad, que entonces nadie dudaba, para sacar a los prefectos del escenario y destrabar el proceso político (suponiendo que el electorado lo ratificaría y en cambio destituiría a sus adversarios).
Sin embargo, el anuncio no le gustó al MAS. Había sido pensado exclusivamente por el Presidente y sus colaboradores más cercanos y tomó de sorpresa al partido oficialista, varios de cuyos militantes creyeron que con él se corría un riesgo innecesario. Esto se expresó en el proyecto de ley que al final produjo el Palacio Quemado, el cual estaba lleno de salvaguardas y condicionamientos, y por eso era inaceptable para la oposición (que decía aceptar, en términos generales, el desafío del Presidente).
Este proyecto establecía dos preguntas distintas para el votante, según se tratara de revocar a los primeros mandatarios o a los prefectos. Si se trataba de lo primero, la pregunta era: “¿Está usted de acuerdo con la continuidad del proceso de cambio liderizado por el Presidente”. En cambio, si se trataba de lo segundo, la pregunta cambiaba: “¿Está de acuerdo con la continuidad de las políticas, las acciones y la gestión del Prefecto?”. Como es lógico, oponer “cambio” a “continuidad” resultaba favorable para el Gobierno. Por otra parte, el proyecto establecía que sólo sería revocada la autoridad que obtuviera un rechazo superior al porcentaje y al número absoluto de votos que dicha autoridad hubiera obtenido cuando fue electa. Es decir, que para revocar al Presidente y Vicepresidente se necesitaba más del 53,7 por ciento de los votos (de la circunscripción nacional) y, al mismo tiempo, por lo menos un voto más de 1.544.374, que son el porcentaje y los sufragios logrados Morales y García Linera en 2005. La mayoría absoluta de los electores, por dar una cifra, no alcanzaba para echarlos.
Este sistema resultaba conveniente para el oficialismo e injusto para los prefectos, los cuales, a diferencia de Morales, no superaron el 50 por ciento de los votos en las elecciones de 2005. Por ejemplo, en el caso del prefecto de La Paz , José Luis Paredes, el sistema permitía que fuera destituido con el voto del 38 por ciento de los electores (de la circunscripción departamental), aunque el 62 por ciento restante lo apoyara.
Estas razones llevaron a la oposición a rechazar y resistir el proyecto de referendo, aunque ésta siguió manifestando su apoyo a la realización de un proceso revocatorio. Pese a todo, a principios de año el proyecto oficialista se aprobó en la Cámara de Diputados, controlada por el MAS. Luego pasó al Senado, que se encuentra en manos de la oposición y allí, como era previsible, se lo “congeló”. Y así se mantuvo, “congelado”, desde aquella época hasta esta semana.
El Gobierno tampoco se interesó en “descongelarlo” durante estos cuatro meses. Y es que entretanto las circunstancias políticas cambiaron, mayormente en contra suyo. Se desató la inflación. La nacionalización del gas comenzó a traer más problemas de los previstos. La nueva Constitución no pudo aprobarse plenamente. Hubo violencia e ingobernabilidad. Pero sobre todo se intensificó el enfrentamiento con Santa Cruz, departamento que dirige la lucha por frenar las transformaciones izquierdistas impulsadas por Morales. La pasada semana, este Departamento organizó un referendo --no reconocido por las autoridades nacionales-- en el que el 85 por ciento de los electores aprobaron un Estatuto Autonómico que es filosóficamente inverso al proyecto de Constitución impulsado por el Presidente. En números absolutos, esto significa más o menos 500 mil personas. El MAS, por su parte, llamó a la abstención, obteniendo un 22 por ciento de ausentismo adicional al que había habido antes (17 por ciento), es decir, despertó la adhesión de alrededor de 200 mil personas.
Este contraste, sumado a las encuestas que muestran el creciente abandono de las clases medias urbanas de las posiciones evistas, provocaron un extraño suceso: El 8 de mayo, el Senado opositor “descongeló” el proyecto de referendo revocatorio del Gobierno y lo aprobó completamente, sin cambiarle ni una coma, con lo que automáticamente lo convirtió en ley (en cambio, si hubiera alterado algo se habría necesitado convocar a una sesión plenaria del Congreso, cuya mayoría es oficialista). En otras palabras, se apropió de una bandera que había sido hasta entonces del otro bando, con la picardía que suele caracterizar a los políticos latinoamericanos y, en especial, a los bolivianos. Picardía, por un lado, e ilusión, por el otro. La ilusión de poder transformar el proceso histórico, hasta ahora estancado en una suerte de “empate” entre fuerzas populistas y liberales; es decir, la “ilusión del desempate”, la misma que en diciembre de 2007 llevó al presidente Morales a concebir el referendo revocatorio. Una vez más la política boliviana se convertía en un juego de espejos.
La maniobra de la oposición, aparentemente “genial”, dejó estupefactos a propios y extraños. Fue divertido ver a los senadores del MAS tratando de impedir la aprobación de una ley que tenía su sello y que ellos debían haber promovido. Las primeras reacciones del Poder Ejecutivo fueron de rechazo. El vocero gubernamental dijo que Podemos, el principal partido opositor del país, quería incrementar la inestabilidad política y desgastar al Presidente. Muchos suponían que éste vetaría la ley que él mismo había propuesto, pero en otra época, con lo que realmente habría caído dentro de un brillante “jaque”. O, mejor, se habría producido el perfecto retorno del boomerang que el propio Morales arrojó en diciembre de 2007.
Pero horas después todo volvió a cambiar. El Gobierno se reunió a evaluar la situación. Al cabo de esa junta, Morales apareció ante la prensa y aceptó el desafío de ir al proceso revocatorio. Al día siguiente, los titulares de todos los periódicos dieron por hecho que en 90 días más, los bolivianos volveremos a las urnas, por quinta vez en los últimos seis años (casi una votación nacional por año). Éste será el tercer referendo nacional que se efectúe en este relativamente corto y muy agitado periodo de nuestra nunca calmada vida republicana. Tomando en cuenta lo que cuestan los comicios, y los escasos resultados que dan, quizá esta generación de bolivianos pase a la historia como la que despilfarró la plata del gas en elecciones. Por cierto, existe la seria posibilidad de que el referendo revocatorio termine exactamente en el mismo punto en el que estamos hoy, es decir, que la población ratifique a Evo y también a los principales prefectos opositores, con los que la “ilusión del desempate” se revelará como un verdadero espejismo.
No toda la oposición está de acuerdo con la movida de Podemos en el Senado. Una personalidad cruceña clave, Gabriel Dabdoub, actualmente presidente de los empresarios del país, declaró que el referendo revocatorio no resolverá nada y que Morales debe concluir su mandato. Otro importante empresario cruceño me dijo que sacar a Evo de su cargo antes de que se desprestigiase en El Alto --ciudad que constituye su principal baluarte y que, por su proximidad a las sedes de los poderes públicos, es gravitante para la gobernabilidad del país-- sería un suicidio.
Por otra parte, el referendo es una mala noticia para todos los prefectos, incluso para los que más respaldo popular tienen, como Rubén Costas, de Santa Cruz, que de todas maneras deberán entrar en campaña electoral. En el caso de los prefectos de Tarija, Pando y Beni, tendrán que hacerlo al mismo tiempo que siguen organizando los referendos autonómicos que planean realizar en sus departamentos para seguir la senda abierta por Santa Cruz.
Sin el respaldo de los hombres de negocios cruceños --suponiendo que no logren convencerlos--, y cuando todavía el desprestigio del gobierno no se ha generalizado a las ciudades andinas del país y al campo, los políticos opositores tendrán serias dificultades para obtener la mayoría que necesitan para sacar a Evo Morales del Palacio Quemado. El boomerang que está en el aire podría retornar una vez más para estrellarse contra ellos. Un MAS ratificado por la urnas podría tornarse mucho más agresivo contra los disidentes.
Por otra parte, las posibilidades no son menos inquietantes si la oposición llegara a triunfar. En ese caso, ¿quién podría reemplazar al actual Presidente, ganar las elecciones que tendrían que convocarse 180 días después del referendo y gobernar el país pese al odio de El Alto y de miles de indígenas del occidente? O, dicho de otra forma, ¿puede la picardía sustituir a la inteligencia?
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