La hora de la verdad

La escalada llegó a su clímax el lunes pasado: Alvaro Uribe agregaba gasolina al incendio denunciando vínculos de Venezuela y Ecuador con las FARC y de que éstas querían construir bombas de destrucción masiva (¿?), con el peor sentido de la oportunidad del que se tenga memoria; y Ecuador rompía relaciones diplomáticas con Colombia, invocando la columna vertebral del derecho internacional. Entonces se pusieron en tensión todos los mecanismos diplomáticos bilaterales y multilaterales de la región y la atención se concentró sobre la OEA.
Brasil, por supuesto, fue el que más rápido actuó, no sólo por la responsabilidad que tiene debido a su peso específico sino también por las buenas relaciones que mantiene con todos los involucrados. Propuso que ésta sea la instancia de resolución del impasse (guardándose a sí mismo y a otros países para el peor e improbable escenario de que la escalada se profundice) y José Miguel Insulza expresó “su apoyo entusiasta” a la iniciativa.
En resumen, como sostienen los más veteranos diplomáticos de la región, éste es un conflicto hecho a medida para que la OEA muestre su justa dimensión y para saber si sus críticos tienen o no razón (a quienes avalan lo acontecido en el pasado: la guerra de Las Malvinas o la de Centroamérica, por ejemplo, donde ésta brilló por su ausencia).
Así, se puso nuevamente en el tapete uno de los temas que siempre rondan los análisis en situaciones de crisis como éstas: la vigencia de una de las organizaciones regionales más antiguas del mundo, precisamente cuando Latinoamérica se tensiona merced a la ideología y a las fuertes disputas por un liderazgo que cada vez se hace más elusivo y fragmentario.
En este conflicto y en el otro que estallará próximamente (los referéndum convocados en Bolivia en dos meses más), se juega la paz en la región en un caso, y la continuidad del sistema democrático en el otro; pero no sólo eso.
Y aquí no hablamos de la vigencia de la institución, que nadie duda de ella, porque vendrá de capa caída pero ha pasado por crisis más graves en las últimas décadas y, ya se sabe, en el multipolarizado mundo actual son ellas las que deben perdurar; sino, sobre todo acerca de la vara con la que se medirá la gestión de José Miguel Insulza en el futuro.
Si la OEA participa activamente en la resolución del largo y tenso diferendo que se avecina entre Ecuador, Venezuela y Colombia; y además tiene una participación ecuánime y proactiva en Bolivia, estas crisis pueden ser la oportunidad (disculpen el cliché), que Insulza estaba esperando.
Porque, convengamos, hay otro escenario posible, si la OEA se muestra ineficiente, los países más poderosos, a la cabeza de Brasil (y al que ayer se sumó Chile), tendrán que intervenir directamente para aplacar ambos incendios: convocando a un grupo como el de Contadora para Centroamérica en el caso ecuatoriano-colombiano; o interviniendo con Argentina en el caso de Bolivia.
En descargo de Insulza y sus hombres habrá que decir que en los últimos años América Latina se ha convertido en un polvorín, y que quizá la crisis de la OEA no se deba sólo a las personas que la manejan sino a los mecanismos que la sostienen y que se muestran insuficientes para enfrentar los nuevos desafíos regionales. Para poner un ejemplo, la ONU tiene la discutible resolución 1373 de su Consejo de Seguridad sobre las obligaciones de los Estados respecto a los grupos terroristas, pero algo es algo.
Lo cual no es óbice para decir que, cuando la historia se nos pone al frente, los hombres tienen la obligación de aceptar el envite, o por lo menos de intentarlo, aunque fracasen en ello, porque uno los juzga a la larga más por omisión que por acción. Ese es el gigantesco desafío que hoy se enfrenta.

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