Uno de los personajes del cubano Jesús Díaz mira un mapa de la isla y afirma que nunca había visto a su país tan parecido a un lagarto, esos animales esquizofrénicos que, mientras se comen a sus víctimas, lloran amargamente.
¿Serán lágrimas parecidas las que derramamos por la renuncia de Fidel Castro, ese anciano que no le dio el gusto ni a sus más acérrimos detractores de terminar como Milosevic o Hoenecker, menos míticos que el cubano, más pedestres? Quizá la respuesta esté en que la Revolución Cubana fue mucho más compleja que las dictaduras de Europa del Este, o quizá, en que esa revolución fue mucho más nuestra, en que ella fue parte de la historia con mayúsculas y, por supuesto, no queríamos perdérnosla.
Fidel deja el poder, viejo, apolillado, intragable, pero lo hace por sus fueros, como lo hizo incluso ante su más resonante fracaso, aquel cuartel Moncada que logró transformar, por obra y gracia de la retórica, en Sierra Maestra. Esa invencibilidad es la que forja mitos. Ahí encontramos al mejor Fidel Castro, no el de los últimos años, el que andaba devaluado y ensangrentado, sino el de la abnegada resistencia, el de la guerra no declarada, el de la dignidad (o empecinamiento, que en Latinoamérica es lo mismo). Fidel era David, y Goliat no podía con él… y además curaba niños y sacaba atletas.
Pero no se come ni se es libre con dignidad. Fidel no logró reinventarse y terminó por incomodarnos y volvérsenos antipático, casi como un paseo por el casco viejo de La Habana: en un Chevrolet del ’50, mirando una ciudad de cuento después del vendaval; Patria o Muerte frente a la Oficina de Intereses Norteamericanos cierto, pero con “jineteras” mirando por la ventanilla.
Fidel no tuvo el destino de morir joven como el Che y por eso no pudo dejar que otros construyeran el mito, tuvo que forjárselo a sí mismo, y eso, entre los hombres de carne y hueso, no es posible sin autocracia y egolatría, sin fusilamientos.
Fidel resistió a Kennedy y a Reagan, al ’89 y a Gorbachov, al periodo especial, a las remesas, a los marielitos y a los balseros, incluso a la TV y a You Tube pero no pudo con su historia, con su propia historia.
Si bien no ha muerto, para quienes bordeamos los cuarenta, nuestra vida no será la misma sin Fidel en el poder. Nacimos con el Mayo Francés y no es posible entender éste, o entendernos a nosotros mismos, sin la liberación femenina o la Revolución Cubana (¿acaso hay algo más erótico que esa mujer sin sujetador con la foto del Che sonriendo?).
Fidel representó hasta hace unos años, antes de la conciencia sobre los prisioneros políticos y el control de la vida privada, antes de la persecución a los homosexuales y la mojigatería, la sensación de que todo era posible, de que no sabíamos lo que queríamos pero lo queríamos ya. Eso sí, siempre y cuando transcurriera más allá de nuestras tierras. Porque acá, en cualquier otro país latinoamericano, apenas carne de cañón, apenas dictaduras. Ya Silvio Rodríguez, que es otro de los grandes símbolos de la Revolución Cubana, escribió sobre el pequeño burgués que hace la revolución a lado del ropero y del refrigerador. Esos éramos nosotros. Los otros ya no están aquí lamentablemente, ya no pueden sorprenderse con la noticia.
Que alguien más saque cuentas o aliste la chequera, las apuestas pueden correr, si China o Vietnam, si todo lo contrario; si Brasil o Venezuela; si perestroika sin glasnost (o con una controlada); ¿dónde serán las próximas olimpiadas? En cualquier caso, lo que haga su hermano Raúl no será tan entretenido ni tendrá ese aire de epopeya que supo seducirnos; apenas la constatación de una certeza: estamos más viejos y se nos van acabando héroes y antihéroes.
Antes, cuando se reunían los presidentes latinoamericanos, la expectativa estaba puesta en Fidel Castro: si venía o si no, si hablaría, si saldría a la ventana del hotel a saludar… ahora la izquierda espera a Chávez. Díganme si las cosas no han cambiado.
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