Han pasado tantas cosas después, que quizá ya no se recuerde, pero en su último viaje Ricardo Lagos, uno de los presidentes más importantes de la historia de Chile, visitó Bolivia y se despidió de su gobierno luego de reunirse en el departamento del entonces recién ungido Evo Morales.
Todo un gesto con el cual Lagos cerraba una etapa en las relaciones entre ambos países que pudo ser gloriosa, pero que en definitiva tuvo tintes trágicos. En ella, el chileno negoció con cinco presidentes bolivianos distintos, hubo conatos de lucha, caos en Bolivia e histeria nacionalista chilena, así como también —hay que reconocerlo—políticos visionarios, ciudadanos sensatos y croupiers profesionales que se animaron a levantar las cartas del suelo, barajar y dar de nuevo.
La mediterraneidad boliviana no solamente es un problema económico (-0,7 por ciento anual del PIB para los países sin puertos, según Jeffrey Sachs), sino es un problema cultural tan profundo como un iceberg y también así de peligroso. El hecho de haber sido confinado a las montañas y la selva pesa trágicamente en nuestra historia e idiosincrasia. Al mismo tiempo que en la de Chile sus triunfos militares y económicos son componentes esenciales para entender su conservadurismo y la forma que tienen ellos de mirarse a sí mismos.
En determinadas circunstancias, esa sensibilidad es el catalizador del “antichilenismo” boliviano y de sus pulsiones perversas; y, en el otro lado de este círculo vicioso, fermento de la xenofobia y el racismo de los sectores más retrógrados de la sociedad chilena que reparten sus odios entre peruanos y bolivianos de forma indiscriminada.
Hace un tiempo, en Chile, muchos pensaban que Sánchez de Lozada, el pragmático, o Carlos Mesa, el intelectual, eran capaces de enfrentar el problema. Pocos se imaginaron que el primero sería incapaz de concluir su período, o que el segundo terminaría pateando el tablero y promoviendo un plebiscito vinculante en el cual se aprobó la muletilla de ´gas por mar´. A la inversa, ¿quién hubiera creído en ese entonces que el mayor acercamiento entre ambos gobiernos —después del ´abrazo de Charaña´ entre Hugo Banzer y Augusto Pinochet—, lo iba a protagonizar un indígena y una mujer que sacaron de sus mangas sutilezas de políticos florentinos?
Sin embargo, la euforia inicial y exagerada de muchos analistas ha menguado en estos dos últimos años; cuadrar el círculo sigue siendo igual de complicado que antaño, a pesar de la crisis energética chilena… y antes de que se conozca la dramática situación de nuestra industria petrolera.
Al margen de todo ello, aún quedan buenas noticias para celebrar: las relaciones entre Chile y Bolivia son óptimas, la agenda de 13 puntos sigue cumpliéndose, hay gestos y acciones de acercamiento y hasta visitas impensadas para cualquier otra etapa de nuestra historia contemporánea; incluso nadie se vio afectado en demasía por la cantidad de cónsules bolivianos que han pasado por Santiago y la crisis estatal boliviana prefiere no ser discutida en Chile, precisamente para no echar más leña al fuego.
Pero aún así, es temerario hacer pronósticos sobre lo que ocurrirá en los próximos meses: ¿Bachelet enfrentará los fantasmas del nacionalismo decimonónico chileno siendo mujer o quizá por ello? (no se debe olvidar que una mayoría abrumadora de sus compatriotas y no sólo el establishment, rechaza cualquier sesión territorial incluso sin soberanía). ¿Morales capeará el temporal como creen quienes cifran sus esperanzas en él, y redimirá las injusticias de cinco siglos donde se inscribe en letras cursivas la Guerra del Pacífico?
Nadie sin una bola de cristal (o sin ser charlatán) es capaz de responder estas preguntas: tienen tantas variables que ni los propios protagonistas son capaces de conocerlas o preverlas. La única certeza es que cualquier decisión que se tome en el futuro implicará pasar por sobre las opiniones públicas de ambos países y que los dos mandatarios gasten buena parte de la popularidad que les resta en una especie de educación ciudadana sin la cual el statu quo continuará indefinidamente.
Por lo pronto, queda la esperanza; en que Morales mantenga su postura y considere las relaciones con Chile como parte de una política de Estado donde la soberanía marítima ya no es determinante; y, sobre todo, esperanzas (cada vez más lejanas, hay que decirlo) en que la primera presidenta de la historia de Chile pueda trasladar su visión de gobierno ciudadano alejado de las élites, a la política exterior.
Mientas tanto, el mar es y seguirá siendo parte indisoluble de nuestro imaginario, algo así como el personaje de Bram Stoker, aquel que de pronto resucita y vuelve a morder el cuello de todos nosotros, sus víctimas. Eso sí, la realidad es un reino disparatado y quizá, como en una buena película de antaño, nuestros líderes encuentren la estaca definitiva que atraviese el pecho del vampiro. ¿Quién puede saberlo?
(Publicado en el periódico La Razón de Bolivia el 23 de marzo de 2008)
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