(Editorial del semanario Pulso).- gobierno de Evo Morales se ha debilitado considerablemente en los últimos meses, al perder gran parte de su apoyo urbano. Las encuestas señalan que alrededor del 70 por ciento de los estratos A, B y C –que en la nomenclatura estadística boliviana agrupan a las clases altas y medias– rechaza la gestión actual. Puede decirse sin exagerar que, con la excepción de El Alto y la parte septentrional de La Paz (es decir, en los barrios más populosos de la sede de gobierno, porque El Alto y La Paz son en realidad una sola ciudad con dos nombres distintos), y también de Oruro y en parte de Potosí, las ciudades del país son ahora anti-evistas.
Éste es el resultado de una prologada campaña estatal destinada a polarizar entre ricos y pobres, que dio excelentes resultados en otros países latinoamericanos igualmente embarcados en procesos nacionalistas y de izquierda, pero que en Bolivia se ha traducido, de forma riesgosa y no controlada por el Gobierno, en una lucha entre regiones. El occidente ha sido desafiado por el oriente y el sur. Los departamentos más populosos y menesterosos se han enfrentado al lado menos poblado y algo más próspero del país.
Si únicamente usáramos la matemática podríamos concluir que el Gobierno aún lleva las de ganar, al fin y al cabo la suma de pobres urbanos y campesinos hace aproximadamente el 60 por ciento de la población. Pero la política no se reduce a la matemática. La lucha contra una oposición con raigambre regional y la ruptura con los estratos educados y ricos de la población succionan al oficialismo todas sus energías y lo ponen en una situación de permanente precariedad. A eso se suman los crecientes problemas económicos que debe enfrentar a consecuencia del alza mundial de los precios de los alimentos y de otras perturbaciones inflacionarias. Mientras las instituciones económicas internacionales calculan que la inflación boliviana de este año será igual o superior al 20 por ciento, el deseo de las autoridades (que rechazan esta predicción) es elevar los salarios en un diez por ciento, lo que crea una brecha que sin duda será fuente de muchos conflictos. Morales también debe lidiar con los problemas de la industria del gas, que no logra producir lo suficiente para cumplir con los compromisos internacionales de suministro que tiene Bolivia. La solución requiere de grandes inversiones por parte de unas empresas petroleras que el gobierno ha maltratado reiteradamente en el pasado o, en su defecto, de la participación de nuevas empresas, las cuales ahora se intenta reclutar en el Medio y en el Lejano Oriente.
Sin embargo, por ahora el principal dolor de cabeza tiene índole política. Santa Cruz y otros departamentos bolivianos están decididos a realizar un referendo que el 4 de mayo les abra las puertas a una autonomía fuertemente descentralizadora, a la española. El oficialismo quiere impedirlo, pero no puede recurrir a la fuerza pública, a fin de no verse arrastrado al enfrentamiento violento que algunos sectores opositores probablemente desean. Un escenario en el que Morales correría el riesgo de distanciarse ya irreversiblemente de la población urbana y podría perder completamente el control del país. Sin embargo, el ala izquierda del partido de Gobierno, que no ve esta imposibilidad, presiona al Presidente por una salida “militar”.
Por ahora, éste ha vuelto a llamar al diálogo, como ya hizo en anteriores ocasiones. Su objetivo es claro: impedir el referendo por medios picarescos, pero pacíficos. Dados los resultados de los encuentros precedentes y la desconfianza mutua que abrigan los adversarios, la idea es recurrir a la mediación de la Iglesia Católica, la cual ya cumplió esta misión en el pasado. Sin embargo, es improbable que esta vez tenga éxito. Si la negociación se da, será hija de la debilidad, no de la convicción, y por eso de pronóstico muy complicado. Es muy difícil que Santa Cruz y los otros departamentos suspendan su “grito autonómico”, por mucho que se les pida este gesto para viabilizar el diálogo. Mucho menos ahora que el Gobierno no está en su mejor forma y algunos de los dirigentes cruceños creen que ha sonado la hora de su derrocamiento (sin ponerse a pensar tampoco en que éste tendría un costo político imposible de pagar en democracia).
De modo que así estamos: frente a una débil posibilidad de que se produzcan unas conversaciones igualmente débiles, propiciadas por la debilidad del Gobierno. Como de costumbre, en un juego de palabras.
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