Los colombianos están de moda en estos días, sea por las telenovelas, sea por la política: han hecho la de mayor éxito en los últimos años con remake hasta en EEUU (“Betty la fea”, con una actriz que se llama América, vaya casualidad); y en política tienen un líder que roza el 100% de popularidad, lo que da mucho que pensar sobre las encuestas y sobre la política misma.
El último episodio de la serie es el encontronazo entre el presidente nicaragüense —que aceptó un pedido para reunirse con las FARC—, y el gobierno de Colombia que rechaza esa posibilidad porque considera que sería intromisión interna.
En cualquier caso, las FARC en su desesperación terminal y quizá sin quererlo, están llevando a la tumba a la izquierda continental: desprestigiaron a Rafael Correa sólo por vincularse a él; contribuyeron a que Hugo Chávez vaya cuesta abajo en la rodada; y seguramente pasará algo parecido —está vez en tono de farsa— con Ortega... sólo falta algún boliviano y el cartón está completo. Estar lejos de las FARC hoy es garantía de sobrevivencia, y a la inversa. ¿Es que habrá alguna organización que se haya alejado más de los principios que propugnó en su momento? Para ellos, como para gran parte de los movimientos armados de las últimas décadas en Latinoamérica, el fin justifica los medios.
Pero si esto ocurre en un lado de la balanza, en el otro deberíamos ser igual de cuidadosos. Hoy todos tratan de arrimarse a Alvaro Uribe por sus éxitos; sobran los parabienes y loas sobre el presidente colombiano y sus acciones; se multiplican los reportajes sobre su personalidad y sus razones; los comentaristas ya no encuentran adjetivos y hace rato que olvidaron los sustantivos… todo lo cual suena a desquite: si los dos años anteriores fueron de la izquierda y muchos se cansaron de escuchar hablar sobre Chávez, Morales y compañía, hoy la derecha quiere cobrarse la revancha. Pero en eso hay un problema (no en la revancha que siempre habrá quienes vean la política en blanco y negro) sino en creer que Uribe está en las antípodas de Chávez.
En lo ideológico, sin duda, pero la distancia que tienen es mucho menor de lo que se cree: en el estilo de gobernar (allá, en las calles y con la gente); en la importancia que le asignan a los medios y a las instituciones (la fascinación por el vivo y el directo, el odio a los procesos); sus intentos de reelección y perpetuación en el poder (aún a costa de la Constitución); sus creencia en un destino manifiesto (típico de todo líder mesiánico); y, claro, otra vez ese gustito tan desagradable con el que justifican sus acciones.
Finalmente, ese Uribe al que muchos ven como el mejor cuadro de la derecha continental, el hombre al que algunos colombianos literalmente quieren hacer rey (y que Vargas Llosa consagra como el mayor estadista latinoamericano) ¿negociará con las FARC, permitirá las mediaciones para liberar más secuestrados, les dará una salida como debe hacerse con cualquier adversario, o recrudecerá el embate militar y buscará la destrucción total del enemigo?
Difícil saberlo, uno puedo arriesgar un final para una serie de televisión, pero es imposible entrar en la cabeza de personalidades tan complejas. Pero en este tipo de decisiones se juega mucho más que el futuro de la guerra en Colombia, quizá incluso la forma en que entenderemos la democracia en ese país de aquí en adelante, y hasta el destino del populismo en la región, un riesgo últimamente tan cargado a la izquierda como a la derecha.
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Sergio Molina M. es coordinador del Observatorio de política regional de Chile 21
Publicado en La Tercera el 24 de julio de 2008
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