Fernando Molina
A veces los bolivianos nos pensamos, condescendientemente, como gente poco racista. Según una encuesta del Defensor del Pueblo, sólo el 40 por ciento de la población cree que el racismo es un (anti) valor nacional. Pero ésta es una opinión poco sincera, como los responsables de esa encuesta hacen notar. Otro estudio, realizado por la Fundación Unir hace algo más de un año, recoge otra percepción: el 70 por ciento de los bolivianos cree que el racismo es “alto” en nuestra sociedad.El contraste muestra el funcionamiento de una estrategia de negación. Según la oficina del Defensor, “La llamada ‘violencia simbólica’ está tan internalizada en el grueso de la población que muchos comportamientos discriminatorios son considerados ‘normales'” y “es posible que muchas personas se resistan a aceptar haber sido objeto de discriminación… por el hecho de ser a su vez también agentes discriminadores”. En tal caso, no vemos el racismo porque nosotros mismos lo practicamos.Sin embargo, no puede decirse que este problema esté fuera de la agenda pública. Al contrario, la “etnización” de la sociedad boliviana y, por tanto, de las propuestas políticas de reorganización social, es un fenómeno de primera importancia que comenzó alrededor de 1992, con la conmemoración de los 500 años del descubrimiento de América, que como se sabe revaloró y puso en debate la cuestión indígena. Y ha crecido incesantemente desde entonces.En esta última década, Bolivia, deseosa de afirmar una condición de sociedad pluralista, se ha abierto a corrientes que, desde el extranjero, pregonan el multiculturalismo, sustituyendo así la antigua ideología hegemónica del “mestizaje” y la construcción de una nación boliviana como medios para resolver la heterogeneidad física, cultural y socio-política de la población.Con ello el racismo ha mutado, pero no ha desaparecido. Y nuestra obligación es determinar las nuevas formas de racismo que están vigentes y combatirlas.Si bien una etnia se distingue de otra preponderantemente por razones culturales, especialistas como Michel Wieviorka nos enseñan que en ciertos casos estas diferencias culturales son presentadas como naturales, es decir, como determinaciones imposibles de modificar, intercambiar o revertir. Y cuando se considera a las etnias incombinables entre sí, se las convierte en “razas”, colectividades cerradas que sólo pueden relacionarse de manera competitiva unas respecto de las otras. Esto es lo que Wieviorka llama “nuevo racismo”, y que inflama y tuerce la disputa por los recursos económicos, políticos y simbólicos de un país. Hemos visto al nuevo racismo en acción en los sucesos de Sucre de la semana pasada: dos grupos de personas fisonómicamente parecidas que se enfrentan en nombre de diferencias culturales y políticas, antes que raciales, pero que lo hacen de la manera brutalmente anuladora de la dignidad humana que es típica del racismo. Resulta evidente que los racistas contemporáneos se insertan en la virulenta reaparición de los nacionalismos subestatales, tanto aquí en Bolivia como en todas partes.Los racismos en batalla hoy, aquí, son de un lado el indianismo, cuando entiende el multiculturalismo como una forma de exaltar la cultura de los vencidos por encima de todas las otras. Y por el otro lado el mesticismo, que bajo el argumento de que desde 1952 ya todos somos iguales, y no sólo ante la ley, sino también étnicamente, pretende acallar los reclamos de los que no se sienten mestizos y demandan que esa su diferencia se exprese y respete.Estas corrientes están basadas en la identidad. Tienden a preguntarse quiénes somos y no qué podemos hacer. Y las respuestas que pergeñan se dan, claro, en términos de filiaciones y oposiciones: de éstos y aquellos, de nosotros versus los otros. Son respuestas esencialistas, centradas en la naturaleza (se conciba ésta como invariable o dinámica) de los pueblos, las clases, los conceptos. Son respuestas que se cuestionan de dónde vienen los hombres, no a dónde van. Que sostienen, con la mitad de un aforismo de Hegel, que “todo lo real es racional”, es decir, que lo existente está justificado por el sólo hecho de haber sobrevivido (incluso la democracia comunitaria que fomenta la desconfianza social y el machismo; o la persecución indígena de los homosexuales; o el tuteo a los indígenas; o su uso como siervos domésticos; o su exclusión del poder por “incapacidad”). Estas corrientes olvidan la otra mitad de dicho aforismo. Porque Hegel también decía que “todo lo racional es real”, es decir, que aquello que está justificado y es verdadero merece nacer, aunque vaya en contra de las tradiciones. Nadie está condenado a ver en el otro a un enemigo, o una diferencia irreductible. La posibilidad de ver, en lugar de eso, a semejantes, a ciudadanos homólogos, está abierta.
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