Hace unos años, Walter Chávez estaba en la cumbre del poder (mucho mayor que el que adquiriría después como asesor comunicacional de Evo Morales): dirigía una revista que tuvo un éxito sin precedentes llamada El Juguete Rabioso (un nombre perverso en relación al libro de Roberto Arlt y a la espuma que se desparramaba en todas sus páginas).
Su ensañamiento personal con la mayor parte de los periodistas e intelectuales de ese entonces (que no con los políticos a los que trataba con guantes de seda en una relación nunca del todo aclarada), lo convirtieron en una figura rutilante e influyente: nadie quería ser víctima de su odio y por eso todos lo frecuentaban.
Criticó a todo y a todos sin mesura, no por independencia sino por una sombra paranoica, sociopática de ésta. Resentido, Chávez aprovechó su pluma para ser la némesis de su propio talento.
Alguna vez me acusó de corrupto y plagiador, lo que siempre me pareció ridículo, había y hay muchas cosas para criticar de mi vida pública de entonces, pero esas eran las más disparatada.
Me puso una vez en la tapa de su revista en un organigrama en el que reconstruía mis relaciones (todas absolutamente ciertas), pero contextualizadas como si fueran las de un delincuente, más cercano a un padrino de la mafia que a la familia común y corriente de clase media con vínculos intelectuales y políticos a la que pertenezco.
Días después de que se publicara, el Ministro de Gobierno me envió un sobre (yo en ese entonces era Director de Comunicación del Gobierno de Sánchez de Lozada). En ella estaba la documentación que lo acusaba de haber cometido delitos de terrorismo (Chávez es peruano y participó activamente en la época más negra que vivió su país, se le atribuye ser miembro del MRTA, haber extorsionado a varios empresarios pidiéndoles rescates y no sé cuántas otras cosas más).
Dudé mucho sobre qué hacer con esos documentos. La mayor parte de las personas con las que consulté el tema me dijeron que debía publicarlas, que Chávez se lo merecía.
Tenía a mi disposición todo el aparato de comunicación estatal, los vínculos con medios privados que permitían un cargo como el mío y, por supuesto, mucha rabia. Pero creía y creo en ciertas cosas. Entre ellas que muchos peruanos habían sido procesados por terrorismo sin ninguna prueba; que si bien me había calumniado de la peor forma posible, si bien trabajó abiertamente en mi contra y escribió las infamias más zafias que haya leído, no merecía que se utilizaran los mismos argumentos en su contra, porque eso significaba rebajarse a su nivel y, por tanto, corromperse.
Finalmente, pensé que la libertad de expresión siempre debe inclinar la balanza en una situación así. Curioso porque una de las principales críticas que lanzó en mi contra fue que era enemigo de ella (una vez se cortó por unos minutos la transmisión de la televisión estatal durante la intervención de un diputado del MAS. Fue la impericia de un técnico que, por supuesto, fue despedido… pero el mal ya estaba hecho y de nada valieron las explicaciones, con Chávez éstas no existían. Nunca ordené esa acción, estaba en contra de mis convicciones primarias).
Años después de todo esto, lejos ya del ruido de la política e incluso de mi país, me entero que el gobierno de Alan García pidió la extradición de Walter Chávez por los mismos delitos de entonces, y que eso lo llevó a renunciar de su cargo como asesor del Ministro de la Presidencia de Evo Morales.
Esa noticia me llevó a escribir estas líneas. Nunca había comentado públicamente ninguno de estos temas, no quise hacerlo entonces en medio del fragor político, pero lo hago ahora porque los recuerdos se agolpan en mi memoria y porque estoy seguro de que en ese entonces, al no denunciar a Chávez, me salvé a mí mismo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario