Vivir en otro país es una experiencia enriquecedora, así por lo menos nos enseña ese ideal romántico decimonónico que llegó tan tarde a Latinoamérica (distorsionado, fantasmagórico y aislado como todo lo que pasa en latitudes tan australes, pero que finalmente llegó, eso es lo que importa).
Desde los "poetas malditos" a Paul Gauguin casi todos los grandes exponentes de la arte en el siglo XIX quisieron ver en otras culturas, mientras más distantes mejor, una imagen más humana (y también más salvaje) de ellos mismos o, lo que es igual, buscaron lugares en los cuales pudieran ver reflejadas sus pulsiones más íntimas. Espejo distorsionado, dirá alguno; ingenuo dirá otro, pero al final visión más democrática e igualadora que la de quienes pensaban en blanco y negro y creían que había seres mejores y peores poblando este mundo del señor.
Algunos de ellos, los más osados, no sólo lo soñaron sino que quisieron vivirlo y partieron en su busca… y hasta se perdieron en ella. Precisamente en una película muy digna de Bernardo Bertolucci basada en una de las grandes novelas de Paul Bowles "El Cielo Protector" (un escritor que calza perfectamente en esta definición porque dejó todo para vivir y morir en Marruecos), Debra Winger, la protagonista, responde alegre, feliz y afirmativamente cuando le preguntan si está perdida. Porque de eso se trata, de perderse.
Pero a diferencia de estos europeos y americanos que miraban sobre todo al Oriente, los latinoamericanos más arriesgados se internaron en lugares no tan ignotos, pero igual de distantes a ojos de los de estas tierras (París en la primera mitad del siglo XX, EEUU en la segunda).
A partir de la imagen e idealización de esos lugares es que construyeron/destruyeron su biografía los políticos; aprendieron, crecieron o quebraron los empresarios; y escribieron, pintaron o compusieron los artistas.
Sin embargo, a la inversa, muy pocos artistas americanos y europeos se internaron definitivamente por estos lugares y los asumieron como suyos (recordarán sin duda a Malcolm Lowry y su autodestrucción sistemática en México o al polaco Witold Gombrowitz en Argentina, pero no muchos más).
Quienes así lo hicieron, y lograron superar la primera impresión (que es única pero generalmente adversa), es decir, quienes pisaron Latinoamérica en ánimo de viajero y no de turista, terminaron enamorándose perdidamente de ella y olvidaron el camino de regreso.
¿Qué es lo que ocasiona que lugares tan distantes como Santiago de Chile o La Paz (para no nombrar los más clásicos como Buenos Aires o Río de Janeiro que tienen su propia historia), se vuelvan atractivos para señoras y señores que bien podrían estar calentitos frente a la chimenea leyendo aventuras más que viviéndolas?
Aún más, ¿es pertinente hacer estas preguntas globalización de por medio, con el supuesto de que las fronteras se desvanecen, las distancias se hacen más cortas y hasta el amor se vuelve líquido?
Las respuestas a preguntas como estas se hacen difíciles y siempre serán incompletas, heterogéneas y multidimensionales. Pero, animémonos y arriesguemos algunas, es que —como dice una novela de reciente aparición en Chile—, uno puede saber todas las fechas históricas de un país pero sigue siendo extranjero mientras no sepa la alineación completa de la selección de fútbol más heroica, o la forma exacta en que se hace rodar un "trompo" en las aceras del barrio.
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