Cómo amar un país y no morir en el intento (primera parte)

Si bien es cierto que Internet hay en todas partes y hasta puedo conectarme satelitalmente, seamos realistas y pensemos que una laptop en Isallavi —el pueblo donde nació el presidente boliviano, Evo Morales—, es poco menos que un OVNI.
Por tanto, la primera recomendación que me viene a la mente es que pensemos menos en la tecnología y la globalización, y más en el idioma. Quien quiera vivir en Latinoamérica definitivamente debe superar el trauma y aprender español. Sin él, estas tierras son francamente inhóspitas e ininteligibles, desmesuradas, ajenas. Muy poca gente habla inglés y en los sectores populares —que es dónde mejor se puede buscar el alma latinoamericana—, nadie.
Ergo, para vivir en Latinoamérica hay que hablar español —un poco por lo menos—, balbucearlo, perpetrarlo, barruntarlo, porque sin su auxilio, sin un conocimiento mínimo, la vida por acá (no el viaje turístico "todo incluido", las vacaciones de mochilero o la visita familiar, sino la vida pura y dura, la de todos los días, la rutina del desayuno, almuerzo y cena), se hace casi imposible.
Ahora bien, una buena noticia. En toda la región —con excepción de Brasil—, los que más y los que menos hablan eso, español, sólo español y nada más que español. No es necesario como en Asia, África o Europa, aprender más de una lengua.
Pero no nos alegremos demasiado, si bien hay un solo idioma, este no es el mismo en cada lugar, tiene sutiles diferencias y bien vale la pena conocer los giros de cada país sino se quiere "meter la pata a la vuelta de la esquina". Y con giros queremos decir slang, jerga, habla coloquial, no nos referimos a la ironía y a la broma —lo más difícil de adquirir en un idioma— sino a los significados distintos de una misma palabra según sea el lugar en el que queramos vivir.
Algunos ejemplos para ilustrar: Si digo "pico" en Asunción, claramente me estaré refiriendo al instrumento que sirve para cavar; pero en Chile me mirarían como un desconsiderado y "mal hablado". Y si un latinoamericano de los bajos fondos—un "cholo" (en Bolivia o Perú), un "mersa" (en Argentina), o un "roto" (en Chile)— dice una "flauta" o quiere una "concha", estará pensando en muchas cosas menos en un instrumento musical o en un caracol.
Si uno quiere aposentarse en Santiago, por ejemplo, debe conocer esa tendencia tan particular a terminar los verbos en "i" que tienen los oriundos de estos pagos (sabes es "sabí"; tienes es "tení"; puedes es "podí"); o que huevón ("weon") no es un insulto, como en muchos países, sino un complemento popular para cualquier fraseo que se tercie.
Pero incluso eso no es suficiente. Para vivir en otro lugar además hay que entender y amar a las mujeres y los hombres que viven allí (y también a odiarlos, pero este es un proceso más largo y poco recomendable); hay que conocer las particulares formas en que se construyen las relaciones de pareja en cada lugar, que todos seremos occidentales y cristianos pero tenemos sutilezas que hacen la diferencia. Y no se trata de discriminación sexista que el interés no es antropológico; sino de bajar al concreto y terrenal nosotros/as (extranjeros) y ellos/ellas (latinoamericanos), que si uno quiere vivir en un lugar como éstos —y no es un solitario irredento o un anacoreta—, necesita relacionarse con los demás, cualquiera sea la forma en que nos gusten esas relaciones, que liberales y conservadores hay en todas partes. No se olvide que la imagen cinematográfica de macho latino y de virgen impoluta no se la creen ni en Hollywood.
Finalmente, cierto que hay quienes pueden vivir sin tener a otro/a (o a ambos) a su lado, pero nadie ha aprendido aún a vivir sin comer ni beber, y en los tiempos que corren, y según sea la edad además, los latinoamericanos tienen gustos muy marcados y un sentido profundamente nacionalista de la comida, por lo que equivocarse en ello puede costar no sólo malos entendidos sino hasta algunos huesos, y no los de pollo precisamente.
Piense por ejemplo que opinaría un peruano al que le dijeran que el "ceviche" es un invento ecuatoriano, o que diría un nacional de éste último país con aseveración semejante. Si el primero le quitaría hasta el saludo, el segundo seguramente se convertirá en su amigo de por vida.
O imagínese a un boliviano al que le dijera que la popular "salteña" es de Salta, Argentina, y no el símbolo más poderoso de su cocina. Se ha sabido de duelos por asuntos menores que éste.

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