La inestabilidad política, como toda situación crítica, pone en tensión nuestras convicciones más profundas, nos enfrenta a nosotros mismos; cuando hay sol nos convierte en héroes pero en días oscuros de lluvia, uno nunca sabe.
La rebelión en el Ecuador merece nuestra condena y todos compartimos aquello de que respecto a la defensa de la democracia no hay matices, sin embargo, una vez que el humo de las balas se asienta y cuando comienzan a contarse los heridos, es una obligación preguntarse qué es lo que se vislumbra hacia delante.
Por ejemplo, la certeza de que se ha aceitado la reacción regional; UNASUR parece haber encontrado su razón de ser y hasta la OEA despertó de su letargo (siempre ocurre lo mismo con las historias con final feliz, sólo las derrotas no tienen generales).
Pero también una preocupante sensación de déjà vu, y aunque es pronto para saber cómo finalmente reaccionará Rafael Correa, nada hace pensar que será de manera distinta a la forma en que lo hicieron en situación de crisis institucional y amenazas de golpe de Estado los presidentes de Venezuela, Bolivia y otros países con los cuales el ecuatoriano comparte más de una certeza. Sobre todo si nos atenemos a los antecedentes previos y a su proceder suicida el jueves pasado, porque —con el riesgo de ser políticamente incorrectos— convengamos que esa actitud kamikaze de ir a negociar con los sublevados tuvo más que ver con el martirologio que con la política.
Recordemos, además, que al margen de las diferencias inevitables de estas revueltas antidemocráticas, todas ellas reforzaron la majestad presidencial pero también se convirtieron en el mejor argumento para despertar oscuras pulsiones autoritarias y tentaciones continuista. En resumen, las crisis mostraron (o se generaron) por la imposibilidad que tienen algunos líderes de aceptar límites al ejercicio del poder.
Los presidentes de Ecuador, Venezuela y Bolivia tienen una clara orientación hacia los sectores sociales desposeídos, han protagonizado reformas a los principales sectores económicos y han mejorado las políticas sociales dirigidas a los más pobres, con todo lo cual es difícil disentir; pero también comparten el deseo confeso de ser reelectos de forma indefinida y de controlar a cualquier costo todos los poderes del Estado.
Veamos sino a Chávez y sus malabarismos matemáticos luego de las elecciones, demostrando que es más fácil ser demócrata por conveniencia que por convicción; a Morales buscando apasionadamente a su némesis, en persecución abierta a cualquier disidentes en nombre de la revolución; y a Correa, chutado de adrenalina, descubriendo el pecho a las balas, poseído, eufórico, pero aún en un límite razonable atendiendo las circunstancias y, sobre todo, con la gran oportunidad de romper la racha. Su liderazgo siempre pareció más pragmático que el de alguno de sus colegas: éste es el mejor momento de demostrar cuán acertados o equivocados estábamos.
(Publicado en La Tercera el 3 de octubre 2010)
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