Nacionalismo

De un tiempo a esta parte por razones profesionales, algo de vedettismo y curiosidad morbosa me he detenido a leer los post que pueblan los blogs de algunos periódicos, incluido éste. Sobre todo los que comentar artículos referidos a países limítrofes como el mío (Bolivia) y a otros igual de entrañables para mí como Perú o Argentina.
La experiencia ha sido aterradora.
La ignorancia, la mendacidad, pero sobre todo de intolerancia que pueblan la mayor parte de ellos puede sumir a cualquier demócrata en la más negra de las depresiones.
No debe haber mayor sinsentido que el nacionalismo, y su exaltación en esos post —pero también en algunos artículos de colegas míos— es un ejercicio contra la libertad que empaña y desluce una herramienta como Internet nacida para profundizarla.
¿Qué discusión posible puede haber entre decenas de comentarios que no buscan comprender sino denostar, ofender y destruir; que afirman que se es mejor o peor según sea el lugar de nacimiento, el color, la religión, o cualquiera de todos ellos?
Escribo este artículo indignado luego de esa lectura escabrosa y tediosa, porque a la insensatez se suma la ausencia de belleza y la incapacidad de conjugar palabras armónicamente, de entender la diferencia entre un adjetivo y un verbo, de comprender la profundidad del sustantivo, todo lo cual, sin duda, no es casualidad.
Y la primera pregunta que me hice es si los medios, éste en el que escribo por ejemplo, deben intervenir de alguna manera y prohibir la apología de la guerra, del racismo y de la violencia.
No tengo una respuesta para eso.
Hay destacadísimos periódicos en el mundo que prohíben publicar, por ejemplo, una argumentación que viole los derechos humanos o para ir a un clásico, ensalzar ideologías como el nazismo. Otros, en cambio, creen que se debe permitir cualquier tipo de expresión, aún si ésta riñe con la racionalidad democrática.
En cualquier caso, lo que uno no debería hacer es quedarse al margen y leer esos llamados a la violencia fratricida sin intervenir desde la trinchera que haya elegido.
Por motivos que no vienen a cuento, gran parte de mi vida la he pasado en el extranjero y he recibido las bendiciones que eso significa, sobre todo he aprendido cómo viven los otros en lugares tan cercanos y distintos como éste, fascinante para mí desde que supe hace muchos años que era el país que más salsa de tomate consumía en el mundo, antes incluso de que mi hijo abriera sus ojos en Santiago y fuera bautizado con el nombre de uno de sus próceres; pero también, y de vez en cuando, he sufrido maldiciones aquí y en otras ciudades, de quienes se creían por cualquier motivo, incluido el pasaporte, mejores que yo (y que seguramente lo eran pero no tenían el buen gusto de guardar esa opinión para sus adentros).
Sin embargo, el haber sido extranjero casi siempre, en ningún momento me llevó a renunciar a mis afectos fundamentales, muchas veces asociados a un lugar, una ciudad o un país: ese donde uno entierra a su madre, aquel donde te enamoras por primera vez, éste donde aprendió a hablar a quien le debo la mayor parte de lo que soy. Sin embargo, esos afectos tienen que ver con la experiencia particular e intransferible de uno, tan bella o dolorosa como la de cualquier otro. Con los años uno comienza a entender que el único aprendizaje que nos enriquece es el de la tolerancia, y la agradece, cualquiera sea la vida que nos haya tocado en suerte.
En fin, allá ustedes autores de post innobles, yo apenas puedo acudir a la wikiquote y sugerirles la bellísima frase de Schopenhauer: "Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación."

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