La situación en Honduras está fuera de control. Si uno escucha las entrevistas tanto del presidente democrático depuesto como del presidente de facto en funciones se encuentra con discursos circulares sin espacios en común que permitan atisbar alguna posibilidad de resolución pacífica. Por el contrario, a medida que pasan los días las posiciones se abroquelan y polarizan tanto internamente como en el frente externo, y en ambos los intereses en juego son de tal complejidad que asustan: desde el frente bolivariano cuyos integrantes saben que una derrota hoy en Honduras podría ser la de ellos mañana; hasta la OEA que, como siempre en estas crisis, tiene que validarse como organización con el corsé impuesto por su propia institucionalidad.
Si hace unos años el sistema interamericano supo hacerse cargo de rupturas democráticas como la que se vive hoy en Honduras (con la hipocresía de Cuba de por medio), hoy se convierte en una prioridad su reinvención para enfrentar un desafío mucho más complejo y de difícil solución: la emergencia de gobiernos que, a pesar de su legitimidad formal, transgreden la institucionalidad democrática a través de mecanismos como la suspensión de tribunales constitucionales, la cooptación del poder judicial, la limitación de la libertad de expresión o, recientemente, el deseo de modificaciones constitucionales no en procura de profundizar las garantías democráticas o la redistribución del poder sino para legitimar el continuismo a través de la reelección (y en esto no hay contenido ideológico que valga porque lo mismo Menem que Uribe, Morales que Chávez).
A su vez, el resto de los países de la región más indignados que convencidos se enfrentan a la posibilidad de erigirse en gendarmes democráticos contraviniendo el principio básico de la convivencia democrática: la no ingerencia en asuntos internos.
Y no es casualidad que esta disyuntiva estalle precisamente en Centroamérica, la zona más frágil de la región. Tampoco que los antecedentes al conflicto hondureño hayan sido la acusación de asesinato a un presidente centroamericano y el autoritarismo bananero de otro.
En una lectura simple y correcta no hay duda que se debe repudiar el golpe de Estado, sin ambages y unánimemente. Ahora bien, si hacemos una lectura más compleja no hubo uno, sino tres golpes de Estado en Honduras (tomo esta idea prestada de M Á. Bastenier: “del Presidente; del Ejército y del Congreso”).
Hagamos un análisis u otro, se ha llegado a un punto de no retorno o, mejor, como se dice en algunos países de éste nuestro lugar en el mundo: nos han dado a elegir entre el moco y la baba.
Por ello, la convocatoria a elecciones anticipadas (como se hizo en su momento en varios países de Latinoamérica, desde la Bolivia de Siles Suazo a la Argentina de Alfonsín) podría permitir una salida que evitaría que uno u otro de los caudillos enfrentados salga triunfante, y más bien protegería esa institucionalidad democrática hoy resquebrajada.
A su vez, en lugar de demandar al secretario general de la OEA superpoderes más allá de los magros que le confiere su cargo, comencemos a discutir si acaso se puede hacer algo entre todos o dejamos que cada uno se salve como pueda.
La democracia es, entre otras cosas, la institucionalización de los conflictos, evitar que la política se traslade a las calles. Y la política hondureña hoy o está en las calles o fuera del país. Por tanto, su resolución vendrá de uno de esos dos lugares, y todos esperamos expectantes que no sea la primera alternativa la que se imponga.
Publicado en La Tercera de Chile y Pulso de Bolivia
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