Norbert Lechner escribió alguna vez que podía entenderse “la democracia como la institucionalización de los conflictos”. O, lo que es lo mismo, debemos evitar que la política se traslade a las calles.
Quizá el fenómeno principal que se vive en la región es la forma en que la entendemos y lo que esperamos de ella. Muchos gobiernos, a pesar de su legitimidad formal, transgreden la institucionalidad democrática a través de mecanismos que, sin quebrar la legalidad, le ponen cortapisas, como la suspensión de tribunales constitucionales, la cooptación del poder judicial, la limitación de la libertad de expresión o, recientemente, el deseo de modificaciones constitucionales no en procura de profundizar las garantías democráticas o la redistribución del poder sino para legitimar el continuismo a través de la reelección (y en esto no hay contenido ideológico que valga porque lo mismo Menem que Uribe, Morales que Chávez).
Todo ello ha tensionado sobremanera el sistema democrático y requiere no sólo una respuesta integral sino salidas imaginativas porque hay riesgos que van más allá de la coyuntura. Como se sabe desde hace varios años, menos de la mitad de los latinoamericanos están dispuestos a defender la democracia por razones éticas.
Y no es casualidad que esta disyuntiva estalle precisamente en Centroamérica, la zona más frágil de la región. Tampoco que los antecedentes al conflicto hondureño hayan sido la acusación de asesinato a otro presidente centroamericano, el de Guatemala; y el autoritarismo bananero de Daniel Ortega en Nicaragua.
En una lectura simple y correcta no hay duda que se debe repudiar el golpe de Estado, sin ambages y unánimemente. Sólo una digresión sobre este punto: lo decidido por Barack Obama en su momento ayudó mucho a que haya una posición monolítica de todos los países y organismos internacionales, pero EEUU también tuvo sus dudas al principio, y por horas se mostró menos confrontacional con los golpistas. Si queremos ver el medio vaso lleno, este es el dato más importante de lo ocurrido, y el que más nos concierne.
Ahora bien, si hacemos una lectura más compleja no hubo uno, sino tres golpes de Estado en Guatemala (tomo esta idea prestada de M Á. Bastenier: “El domingo estaba convocado un triple golpe: del presidente por querer que hubiera consulta; del Ejército por derrocar al jefe del Estado, y del Congreso por elegir a su presidente, Roberto Micheletti, como sucesor de Zelaya en un interinato hasta las presidenciales”).
Hagamos una lectura u otra, se ha llegado a un punto del que difícilmente se puede salir indemne, o mejor, como se dice en algunos países de éste nuestro lugar en el mundo, nos han dado a elegir entre el moco y la baba.
Honduras es una sociedad que posee un establishment primario, conservador y provinciano que fue sometida a debatir las sutilezas del modelo bolivariano extraído por arte de birlibirloque del sombrero de Manuel Zelaya, y estalló en mil pedazos. El miedo de la élite generó un temeroso y abroquelado respaldo a Roberto Micheletti, y, como es natural, la polarización de otros sectores que se le oponen y que tarde o temprano saldrán a enfrentarse en la calle, lo cual puede producir tanto dolor a los hondureños, como el ya sufrido en las últimas décadas.
Por ello, la convocatoria a elecciones anticipadas (como se hizo en su momento en gran parte de Latinoamérica, desde la Bolivia de Siles Suazo a la Argentina de Alfonsín) podría permitir una salida que evitaría que uno u otro de los caudillos enfrentados salga indemne y más bien protegería esa institucionalidad democrática hoy resquebrajada.
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