En otras circunstancias la presa sería suculenta. Un ferrocarril privatizado por neoliberales, administrado por chilenos, estratégico para la economía… argumentos más que suficientes para filmar otro capítulo de la gran epopeya estatista que suele afiebrar a más de un partidario de Evo Morales.
Por eso hace unos días el propio Presidente boliviano se comprometió a nacionalizarlos y a terminar de una vez con la tan temida "capitalización" (política aquella que consistió —a trazos gruesos— en vender el paquete mayoritario de las empresas estatales bolivianas, otorgando el control y la administración a cambio de inversiones; es el caso de los ferrocarriles que fueron divididos en dos empresas, una que pertenece a los Luksic y la otra a una firma norteamericana. El resto de las acciones —algo más del 40%—, propiedad de los bolivianos, serían administradas por las AFP y sus utilidades estarían destinadas exclusivamente al pago de un bono anual de jubilación).
El experimento permitió inversiones por 1.600 millones de dólares y sanear las empresas gracias a la administración privada. Pero eso fue otra época. Hoy la "capitalización" ha sido maldecida y gran parte de la imagen de Evo Morales se construyó criticándola sin tregua. Tanto así que la nacionalización constituye el capítulo principal del plan de gobierno que lo llevó al poder.
Ahora bien, se han barajado muchas alternativas para cumplir la promesa de volver al Estado padre y protector que tanto anhela Morales. Una de ellas, por supuesto, es la confiscación. Pero es la menos probable porque ni siquiera con la industria petrolera tuvo ánimo suficiente, sea por pragmatismo político, sea por el costo internacional que ello implica, de tal forma que optó más bien por una reforma impositiva (en exploración y explotación), y la compra de dos refinerías.
Otra opción es la que ensayó con la italiana Telecom, controladora de Entel. Al igual que con las petroleras, se revirtieron las acciones de los bolivianos al Estado (alrededor del 40%), pero luego se intentó comprar sólo la diferencia necesaria para llegar al 51%. Telecom replicó que, o el gobierno compraba toda su participación, o no vendía nada. Además, pidió respaldo a la Comunidad Europea y arbitraje internacional. A partir de ahí silencio en ambas esquinas.
En resumen, si la confiscación petrolera significaba un escándalo que Morales no quería; la compra de Entel dependía de mucha plata que el gobierno no tenía.
¿Utilizará alguna de estas alternativas con el ferrocarril de los Luksic? ¿Lo comprará "amistosamente" o lo confiscará? Parecería que para eso falta un rato, y que las declaraciones realizadas el domingo pasado fueron un ejercicio de oratoria o, si fuéramos psicoanalistas, un acto fallido en el que afloró su inconciente. Esto es, Morales quiere nacionalizar pero por el momento no puede ir más allá de la retórica y la amenaza (con auditorías, por ejemplo).
A diferencia de Bolivia, el mundo mira bien a los privados y los defiende; además, la coyuntura política interna se ha tornado un tanto compleja, por eso quizá las energías se destinen a potenciar la inversión extranjera o las negociaciones con Chile, y no a boicotearlas como ahora poniendo una pistola sobre la mesa.
Cómo amar un país y no morir en el intento (primera parte)
Si bien es cierto que Internet hay en todas partes y hasta puedo conectarme satelitalmente, seamos realistas y pensemos que una laptop en Isallavi —el pueblo donde nació el presidente boliviano, Evo Morales—, es poco menos que un OVNI.
Por tanto, la primera recomendación que me viene a la mente es que pensemos menos en la tecnología y la globalización, y más en el idioma. Quien quiera vivir en Latinoamérica definitivamente debe superar el trauma y aprender español. Sin él, estas tierras son francamente inhóspitas e ininteligibles, desmesuradas, ajenas. Muy poca gente habla inglés y en los sectores populares —que es dónde mejor se puede buscar el alma latinoamericana—, nadie.
Ergo, para vivir en Latinoamérica hay que hablar español —un poco por lo menos—, balbucearlo, perpetrarlo, barruntarlo, porque sin su auxilio, sin un conocimiento mínimo, la vida por acá (no el viaje turístico "todo incluido", las vacaciones de mochilero o la visita familiar, sino la vida pura y dura, la de todos los días, la rutina del desayuno, almuerzo y cena), se hace casi imposible.
Ahora bien, una buena noticia. En toda la región —con excepción de Brasil—, los que más y los que menos hablan eso, español, sólo español y nada más que español. No es necesario como en Asia, África o Europa, aprender más de una lengua.
Pero no nos alegremos demasiado, si bien hay un solo idioma, este no es el mismo en cada lugar, tiene sutiles diferencias y bien vale la pena conocer los giros de cada país sino se quiere "meter la pata a la vuelta de la esquina". Y con giros queremos decir slang, jerga, habla coloquial, no nos referimos a la ironía y a la broma —lo más difícil de adquirir en un idioma— sino a los significados distintos de una misma palabra según sea el lugar en el que queramos vivir.
Algunos ejemplos para ilustrar: Si digo "pico" en Asunción, claramente me estaré refiriendo al instrumento que sirve para cavar; pero en Chile me mirarían como un desconsiderado y "mal hablado". Y si un latinoamericano de los bajos fondos—un "cholo" (en Bolivia o Perú), un "mersa" (en Argentina), o un "roto" (en Chile)— dice una "flauta" o quiere una "concha", estará pensando en muchas cosas menos en un instrumento musical o en un caracol.
Si uno quiere aposentarse en Santiago, por ejemplo, debe conocer esa tendencia tan particular a terminar los verbos en "i" que tienen los oriundos de estos pagos (sabes es "sabí"; tienes es "tení"; puedes es "podí"); o que huevón ("weon") no es un insulto, como en muchos países, sino un complemento popular para cualquier fraseo que se tercie.
Pero incluso eso no es suficiente. Para vivir en otro lugar además hay que entender y amar a las mujeres y los hombres que viven allí (y también a odiarlos, pero este es un proceso más largo y poco recomendable); hay que conocer las particulares formas en que se construyen las relaciones de pareja en cada lugar, que todos seremos occidentales y cristianos pero tenemos sutilezas que hacen la diferencia. Y no se trata de discriminación sexista que el interés no es antropológico; sino de bajar al concreto y terrenal nosotros/as (extranjeros) y ellos/ellas (latinoamericanos), que si uno quiere vivir en un lugar como éstos —y no es un solitario irredento o un anacoreta—, necesita relacionarse con los demás, cualquiera sea la forma en que nos gusten esas relaciones, que liberales y conservadores hay en todas partes. No se olvide que la imagen cinematográfica de macho latino y de virgen impoluta no se la creen ni en Hollywood.
Finalmente, cierto que hay quienes pueden vivir sin tener a otro/a (o a ambos) a su lado, pero nadie ha aprendido aún a vivir sin comer ni beber, y en los tiempos que corren, y según sea la edad además, los latinoamericanos tienen gustos muy marcados y un sentido profundamente nacionalista de la comida, por lo que equivocarse en ello puede costar no sólo malos entendidos sino hasta algunos huesos, y no los de pollo precisamente.
Piense por ejemplo que opinaría un peruano al que le dijeran que el "ceviche" es un invento ecuatoriano, o que diría un nacional de éste último país con aseveración semejante. Si el primero le quitaría hasta el saludo, el segundo seguramente se convertirá en su amigo de por vida.
O imagínese a un boliviano al que le dijera que la popular "salteña" es de Salta, Argentina, y no el símbolo más poderoso de su cocina. Se ha sabido de duelos por asuntos menores que éste.
Por tanto, la primera recomendación que me viene a la mente es que pensemos menos en la tecnología y la globalización, y más en el idioma. Quien quiera vivir en Latinoamérica definitivamente debe superar el trauma y aprender español. Sin él, estas tierras son francamente inhóspitas e ininteligibles, desmesuradas, ajenas. Muy poca gente habla inglés y en los sectores populares —que es dónde mejor se puede buscar el alma latinoamericana—, nadie.
Ergo, para vivir en Latinoamérica hay que hablar español —un poco por lo menos—, balbucearlo, perpetrarlo, barruntarlo, porque sin su auxilio, sin un conocimiento mínimo, la vida por acá (no el viaje turístico "todo incluido", las vacaciones de mochilero o la visita familiar, sino la vida pura y dura, la de todos los días, la rutina del desayuno, almuerzo y cena), se hace casi imposible.
Ahora bien, una buena noticia. En toda la región —con excepción de Brasil—, los que más y los que menos hablan eso, español, sólo español y nada más que español. No es necesario como en Asia, África o Europa, aprender más de una lengua.
Pero no nos alegremos demasiado, si bien hay un solo idioma, este no es el mismo en cada lugar, tiene sutiles diferencias y bien vale la pena conocer los giros de cada país sino se quiere "meter la pata a la vuelta de la esquina". Y con giros queremos decir slang, jerga, habla coloquial, no nos referimos a la ironía y a la broma —lo más difícil de adquirir en un idioma— sino a los significados distintos de una misma palabra según sea el lugar en el que queramos vivir.
Algunos ejemplos para ilustrar: Si digo "pico" en Asunción, claramente me estaré refiriendo al instrumento que sirve para cavar; pero en Chile me mirarían como un desconsiderado y "mal hablado". Y si un latinoamericano de los bajos fondos—un "cholo" (en Bolivia o Perú), un "mersa" (en Argentina), o un "roto" (en Chile)— dice una "flauta" o quiere una "concha", estará pensando en muchas cosas menos en un instrumento musical o en un caracol.
Si uno quiere aposentarse en Santiago, por ejemplo, debe conocer esa tendencia tan particular a terminar los verbos en "i" que tienen los oriundos de estos pagos (sabes es "sabí"; tienes es "tení"; puedes es "podí"); o que huevón ("weon") no es un insulto, como en muchos países, sino un complemento popular para cualquier fraseo que se tercie.
Pero incluso eso no es suficiente. Para vivir en otro lugar además hay que entender y amar a las mujeres y los hombres que viven allí (y también a odiarlos, pero este es un proceso más largo y poco recomendable); hay que conocer las particulares formas en que se construyen las relaciones de pareja en cada lugar, que todos seremos occidentales y cristianos pero tenemos sutilezas que hacen la diferencia. Y no se trata de discriminación sexista que el interés no es antropológico; sino de bajar al concreto y terrenal nosotros/as (extranjeros) y ellos/ellas (latinoamericanos), que si uno quiere vivir en un lugar como éstos —y no es un solitario irredento o un anacoreta—, necesita relacionarse con los demás, cualquiera sea la forma en que nos gusten esas relaciones, que liberales y conservadores hay en todas partes. No se olvide que la imagen cinematográfica de macho latino y de virgen impoluta no se la creen ni en Hollywood.
Finalmente, cierto que hay quienes pueden vivir sin tener a otro/a (o a ambos) a su lado, pero nadie ha aprendido aún a vivir sin comer ni beber, y en los tiempos que corren, y según sea la edad además, los latinoamericanos tienen gustos muy marcados y un sentido profundamente nacionalista de la comida, por lo que equivocarse en ello puede costar no sólo malos entendidos sino hasta algunos huesos, y no los de pollo precisamente.
Piense por ejemplo que opinaría un peruano al que le dijeran que el "ceviche" es un invento ecuatoriano, o que diría un nacional de éste último país con aseveración semejante. Si el primero le quitaría hasta el saludo, el segundo seguramente se convertirá en su amigo de por vida.
O imagínese a un boliviano al que le dijera que la popular "salteña" es de Salta, Argentina, y no el símbolo más poderoso de su cocina. Se ha sabido de duelos por asuntos menores que éste.
Cómo amar un país y no morir en el intento (introducción)
Vivir en otro país es una experiencia enriquecedora, así por lo menos nos enseña ese ideal romántico decimonónico que llegó tan tarde a Latinoamérica (distorsionado, fantasmagórico y aislado como todo lo que pasa en latitudes tan australes, pero que finalmente llegó, eso es lo que importa).
Desde los "poetas malditos" a Paul Gauguin casi todos los grandes exponentes de la arte en el siglo XIX quisieron ver en otras culturas, mientras más distantes mejor, una imagen más humana (y también más salvaje) de ellos mismos o, lo que es igual, buscaron lugares en los cuales pudieran ver reflejadas sus pulsiones más íntimas. Espejo distorsionado, dirá alguno; ingenuo dirá otro, pero al final visión más democrática e igualadora que la de quienes pensaban en blanco y negro y creían que había seres mejores y peores poblando este mundo del señor.
Algunos de ellos, los más osados, no sólo lo soñaron sino que quisieron vivirlo y partieron en su busca… y hasta se perdieron en ella. Precisamente en una película muy digna de Bernardo Bertolucci basada en una de las grandes novelas de Paul Bowles "El Cielo Protector" (un escritor que calza perfectamente en esta definición porque dejó todo para vivir y morir en Marruecos), Debra Winger, la protagonista, responde alegre, feliz y afirmativamente cuando le preguntan si está perdida. Porque de eso se trata, de perderse.
Pero a diferencia de estos europeos y americanos que miraban sobre todo al Oriente, los latinoamericanos más arriesgados se internaron en lugares no tan ignotos, pero igual de distantes a ojos de los de estas tierras (París en la primera mitad del siglo XX, EEUU en la segunda).
A partir de la imagen e idealización de esos lugares es que construyeron/destruyeron su biografía los políticos; aprendieron, crecieron o quebraron los empresarios; y escribieron, pintaron o compusieron los artistas.
Sin embargo, a la inversa, muy pocos artistas americanos y europeos se internaron definitivamente por estos lugares y los asumieron como suyos (recordarán sin duda a Malcolm Lowry y su autodestrucción sistemática en México o al polaco Witold Gombrowitz en Argentina, pero no muchos más).
Quienes así lo hicieron, y lograron superar la primera impresión (que es única pero generalmente adversa), es decir, quienes pisaron Latinoamérica en ánimo de viajero y no de turista, terminaron enamorándose perdidamente de ella y olvidaron el camino de regreso.
¿Qué es lo que ocasiona que lugares tan distantes como Santiago de Chile o La Paz (para no nombrar los más clásicos como Buenos Aires o Río de Janeiro que tienen su propia historia), se vuelvan atractivos para señoras y señores que bien podrían estar calentitos frente a la chimenea leyendo aventuras más que viviéndolas?
Aún más, ¿es pertinente hacer estas preguntas globalización de por medio, con el supuesto de que las fronteras se desvanecen, las distancias se hacen más cortas y hasta el amor se vuelve líquido?
Las respuestas a preguntas como estas se hacen difíciles y siempre serán incompletas, heterogéneas y multidimensionales. Pero, animémonos y arriesguemos algunas, es que —como dice una novela de reciente aparición en Chile—, uno puede saber todas las fechas históricas de un país pero sigue siendo extranjero mientras no sepa la alineación completa de la selección de fútbol más heroica, o la forma exacta en que se hace rodar un "trompo" en las aceras del barrio.
Desde los "poetas malditos" a Paul Gauguin casi todos los grandes exponentes de la arte en el siglo XIX quisieron ver en otras culturas, mientras más distantes mejor, una imagen más humana (y también más salvaje) de ellos mismos o, lo que es igual, buscaron lugares en los cuales pudieran ver reflejadas sus pulsiones más íntimas. Espejo distorsionado, dirá alguno; ingenuo dirá otro, pero al final visión más democrática e igualadora que la de quienes pensaban en blanco y negro y creían que había seres mejores y peores poblando este mundo del señor.
Algunos de ellos, los más osados, no sólo lo soñaron sino que quisieron vivirlo y partieron en su busca… y hasta se perdieron en ella. Precisamente en una película muy digna de Bernardo Bertolucci basada en una de las grandes novelas de Paul Bowles "El Cielo Protector" (un escritor que calza perfectamente en esta definición porque dejó todo para vivir y morir en Marruecos), Debra Winger, la protagonista, responde alegre, feliz y afirmativamente cuando le preguntan si está perdida. Porque de eso se trata, de perderse.
Pero a diferencia de estos europeos y americanos que miraban sobre todo al Oriente, los latinoamericanos más arriesgados se internaron en lugares no tan ignotos, pero igual de distantes a ojos de los de estas tierras (París en la primera mitad del siglo XX, EEUU en la segunda).
A partir de la imagen e idealización de esos lugares es que construyeron/destruyeron su biografía los políticos; aprendieron, crecieron o quebraron los empresarios; y escribieron, pintaron o compusieron los artistas.
Sin embargo, a la inversa, muy pocos artistas americanos y europeos se internaron definitivamente por estos lugares y los asumieron como suyos (recordarán sin duda a Malcolm Lowry y su autodestrucción sistemática en México o al polaco Witold Gombrowitz en Argentina, pero no muchos más).
Quienes así lo hicieron, y lograron superar la primera impresión (que es única pero generalmente adversa), es decir, quienes pisaron Latinoamérica en ánimo de viajero y no de turista, terminaron enamorándose perdidamente de ella y olvidaron el camino de regreso.
¿Qué es lo que ocasiona que lugares tan distantes como Santiago de Chile o La Paz (para no nombrar los más clásicos como Buenos Aires o Río de Janeiro que tienen su propia historia), se vuelvan atractivos para señoras y señores que bien podrían estar calentitos frente a la chimenea leyendo aventuras más que viviéndolas?
Aún más, ¿es pertinente hacer estas preguntas globalización de por medio, con el supuesto de que las fronteras se desvanecen, las distancias se hacen más cortas y hasta el amor se vuelve líquido?
Las respuestas a preguntas como estas se hacen difíciles y siempre serán incompletas, heterogéneas y multidimensionales. Pero, animémonos y arriesguemos algunas, es que —como dice una novela de reciente aparición en Chile—, uno puede saber todas las fechas históricas de un país pero sigue siendo extranjero mientras no sepa la alineación completa de la selección de fútbol más heroica, o la forma exacta en que se hace rodar un "trompo" en las aceras del barrio.
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