Bolivia es un país apasionante, no sólo por su gente y su geografía sino porque es capaz de tener discusiones encarnizadas y grandes movilizaciones sociales por asuntos más bien oscuros y metafísicos. Hoy esas disputas se dan por el sistema de votación de la Asamblea Constituyente. Esto es, no por sus contenidos sino por su hermenéutica.
Vayamos por partes. Si bien la ley aprobada por el Congreso establece que las decisiones de la Asamblea Constituyente deben tomarse por dos tercios, el gobierno considera que la mayoría absoluta (51% de los votos) basta y sobra (quizá porque posee lo segundo pero no lo primero).
Para superar el impasse, el oficialismo decidió declararla "originaria", lo que significa que tiene potestad para desconocer toda legislación anterior a ella (desde la Independencia a la fecha) y, por tanto, su propia Ley constitutiva.
Tamaña voltereta jurídica motivó que la semana pasada se convocara a una huelga que paralizó a la mitad del país y que permitió que los halcones de ambos bandos (del oficialismo, pero también de la oposición) se impongan por sobre sectores más conciliadores, que son menos pero que también los hay. Evo Morales, ante la disyuntiva de continuar con el enfrentamiento o buscar el consenso, aún no sabe qué hacer e intenta escapar hacia delante postergando el debate y viajando lejos del país.
Lo dicho hasta ahora resume otro capítulo del clásico empate catastrófico boliviano, aquel que se produce entre unas masas fuertes y bien organizadas ahora en el poder, y una elite débil, racista y excluyente.
Empate que permite prever la continuidad de la inestabilidad política que sacude a Bolivia hace años y que hizo un pequeño paréntesis en estos primeros meses de una gestión que parecía la encargada de cerrarla, pero que -contrariando las esperanzas de todos- está desperdiciando la oportunidad histórica de pactar consensos políticos de largo plazo con sectores medios e independientes que, sin formar parte del núcleo duro de Morales, al principio miraban con simpatía al primer Presidente indígena elegido mayoritariamente.
A raíz de este episodio, vuelve a surgir en ciertos círculos políticos e intelectuales la discusión sobre una posible balcanización de Bolivia. Y aunque nadie puede darse el lujo de pronosticar el futuro, hablar de balcanización parece una exageración.
Si bien existe esa idea entre pequeños grupos marginales, no hay en la actualidad movimientos sociales que la planteen seriamente. Por otra parte, están ausentes fuerzas extranjeras dispuestas a intervenir en un proceso secesionista porque generaría un escenario regional tan complejo que ningún país está dispuesto a enfrentar. Finalmente, este tema sigue siendo intocable para el ejército, con lo cual las fuerzas centrípetas pueden evitarlo, no sólo con el espíritu de la ley sino a través de la materialidad de la fuerza.
Por tanto, ni la estabilidad política anhelada ni la balcanización indeseable, más bien tablas; lo que cada día parece confirmar más la tesis de que Bolivia es un país arrebatador pero que sufre a causa de un Estado fallido que le impide encontrar su verdadero lugar en el mundo.
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