El Virrey y Sor Juana

La multitudinaria manifestación que convocó el Presidente argentino el 25 de mayo, plagada de símbolos caros a la liturgia peronista e íconos culturales como Mercedes Sosa o las Madres de Plaza de Mayo. La no menos masiva reunión en Shinahota (un pueblo del chapare boliviano en el cual en los '80 se podía comprar cocaína al menudeo), entre Evo Morales, Hugo Chávez y Carlos Lague para iniciar la campaña electoral oficialista. El poderoso surgimiento de Ollanta Humala como líder de la oposición en el Perú, y long-plays televisivos como "Aló Presidente" interpretados por Hugo Chávez, son muestras indiscutibles de la fortaleza del populismo. Las grandes movilizaciones (si descontamos las campañas electorales) y este tipo de liderazgos no eran parte del panorama político regional de los últimos años, acostumbrada como estaba más a ponencias de economistas que a discursos encendidos de plaza pública.
Pero la simpatía por los marginados y discriminados, cuando es unilateral y se hace dogma, puede trocarse en una perversión similar a la que combate. Hugo Chávez muestra en su relación con Latinoamérica grandes dosis de un racismo similar al norteamericano, donde siempre se dudó de otra capacidad de autodeterminación que no fuera la suya y donde prima un etnocentrismo casi místico.
Cuando Chávez apoya a Humala incinerando sus posibilidades electorales, o cuando se viste de indio en el Chapare boliviano (él, un militar de los llanos, extrovertido y dicharachero), no muestra la elegancia que ese poncho confiere a un adusto líder campesino ni las sutilezas florentinas que caracterizan la política exterior peruana.
Ésta, una cuestión estética, se convierte en beligerancia ética si además del discurso y el disfraz, Chávez utiliza todos los mecanismos de poder a su alcance para imponer su visión del mundo.
En Argentina, Néstor Kirchner le tuvo que poner a su disposición un estadio lleno de gente para que denostara la Cumbre de Mar del Plata (poco antes había comprado muchos millones de dólares en bonos de la deuda, y el argentino le debía parte de su estabilidad económica); en Perú, como afirma Álvaro Vargas Llosa, tiene un proyecto de largo plazo en el que esta elección es una simple eventualidad y, en Bolivia, además de diseñar la nacionalización de los hidrocarburos, comprometió cientos de millones de dólares.
Chávez impulsa un discurso antiimperialista plagado de referencias a las guerras de independencia del siglo XIX y a la gesta libertaria de los fundadores de nuestros países, pero lo que se puede soportar en el discurso (la letra lo aguanta todo), se trastoca en racismo virreinal cuando el venezolano desprecia la institucionalidad de los países que visita, sólo permite que su policía y ejército lo custodien o cuando obliga a que las credenciales de los periodistas tengan que ser visadas por la embajada de su país (como ocurrió en Bolivia). Y si esto podría considerarse expresión de su personalidad maniaca, se torna peligroso intervencionismo si se le suma el envío de armamento y tropas, además del deseo no reprimido de crear un ejército latinoamericano.
En el venezolano hay un desprecio sistemático hacia las instituciones democráticas y la soberanía, fiel reflejo de la distorsión que siempre tuvo la izquierda marxista sobre asuntos como éste o a la relación entre la "vanguardia revolucionaria" y la clase obrera. La ideología chavista, que ha reemplazado exitosamente al castrismo, es populista y estatista en lo político-económico, pero profundamente marxista en lo cultural, sólo que intercambiando obreros por indios y partido por dólares.
Claro está, Chávez puede hacer lo que quiera, sobre todo en su país; el problema no es tanto él sino quienes no le impiden ?democráticamente? actuar a su antojo. Decía una vieja poesía feminista: "¿Cuál es de más culpar, / aunque cualquiera mal haga; / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?", Chávez y Morales, si se consideran revolucionarios, deberían leer a Sor Juana Inés de la Cruz.

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