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Con este artículo (publicado en Página Siete) el escritor Fernando Molina ganó el Premio Iberoamericano de Periodismo el 12 de enero de 2012
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Las principales
contribuciones de Hispanoamérica al pensamiento mundial son las del inicio, aquellas
que resultaron de su conformación histórica. Aunque de Hispania habían salido
figuras descollantes como Séneca e Isidoro de Sevilla, y España había tenido a
Alfonso el Sabio, quien inició una tradición literaria y científica que el mismo
año del viaje de Colón daría a luz la “Gramática” de Nebrija, ninguno de estos
antecedentes puede compararse con lo que este viaje provocaría en la conciencia
europea.
Los descubridores navegaron
en pos de reinos de los que tenían pocas referencias reales, pero sobre los que
habían fabulado por siglos. Se toparon con los paisajes americanos, que en su grandiosidad
resultaban en sí mismos “ideales”, es decir, como sacados de su imaginación.
Concluyeron entonces que los sueños concebidos por su cultura se habían hecho
realidad, que había un lugar en la Tierra en el que las criaturas mentales de sus
letrados estaban provistas de corporalidad.
El anuncio que de ello hicieron al mundo conmocionó
a sus clases intelectuales y, por lenta decantación, cambió la cosmovisión europea.
Al oeste había un lugar en que los ríos eran tales que merecerían nombres como “Madre
de Dios”; donde era posible, adentrándose en unas selvas densas y calurosas como
los delirios de un afiebrado o trasponiendo montañas altas como nunca antes se vio,
encontrar un rosario de maravillas: fuentes de la juventud, ciudades de oro o
esmeraldas, tierras sin carestía, tribus que vivían en absoluta desnudez y pureza.
El espacio donde era posible situar geográficamente a California, el país de las
amazonas.
Por muy efímera e
insustancial que fuera cada una de ellas, estas ideas en conjunto crearon el
hábito de pensar en América como la tierra de promisión, el lugar donde se haría
efectivo el proyecto de una nueva humanidad.
En los siguientes siglos
este nuevo mundo comprobaría su feracidad: sería pródigo en “frutos naturales”
y planes de reforma social. Algunos de éstos fueron teóricos, como las utopías
de los pensadores del siglo XVI, que se
inspiraron en los informes de los cronistas americanos. Otros, en cambio, eran prácticos:
el perfectamente detallado ordenamiento colonial de América, que fue el primer diseño
racional de una sociedad histórica; y el también inédito comunismo teocrático que
pusieron en marcha los jesuitas en las misiones de Paraguay y Moxos.
Estos experimentos,
en tanto precoces anticipaciones de los que ejecutarían siglos después jacobinos,
bolcheviques y fascistas, marcaron el inicio de una de las corrientes
fundamentales y más prolongadas del pensamiento occidental: la “política de la
fe” en la aptitud de una organización generada por la razón para lograr la
felicidad colectiva.
De este modo la
colonización de América originó una tendencia que después, circularmente,
terminaría inspirando los movimientos políticos americanos. Dice Uslar Pietri
que América le ofreció al mundo la idea de que es posible ser feliz en la
tierra, con toda la potencia política que tal visión tiene. Y luego (añadamos) se
hizo adicta a ella.
Junto con lo bueno
que implica esta renovada confianza en las propias fuerzas vino también lo malo:
la megalomanía. ¿No han engendrado
siempre, los grandes proyectos de ingeniería social, catástrofes de dimensiones
igualmente colosales?
En cualquier caso,
sólo por ignorancia o frivolidad es posible convertir el hecho hispanoamericano
en un mero saqueo de recursos o en un simple genocidio. Fue esto, pero no sólo
esto. Lo que no necesariamente implica que fuera más positivo. Pero sí más
–muchísimo más– complejo.
La mentalidad
pragmática de los anglosajones les permitió colonizar parte de Asia y África de
una forma puramente instrumental: sin la pretensión de crear nada nuevo.
Buscaban incrementar su poder sobre obedientes y segregadas masas de súbditos.
Un Garcilaso de la Vega, cronista descendiente de incas, o un Andrés de Santa
Cruz, general descendiente de incas, o un Vicente Pazos Kanki, cura y
periodista aymara, todos ellos leales a la Corona española en algún momento de
sus vidas, no encuentran parangón en el contexto de la colonización
anglosajona.
Los españoles fueron mucho más ambiciosos. Además
de oro, la plata y las especias, pretendieron expandir el reino de Dios,
pastorear hombres, darle carnalidad a las utopías, encontrar los sitios
legendarios y, sobre todo, refundar España en los nuevos territorios, mediante
una vastísima operación que dio origen al Derecho y la administración de Indias
y a las principales ciudades latinoamericanas, de México a Buenos Aires. Al
hacerlo y por tener que hacerlo valoraron de otra manera (no menos cruel, pero
sí más comprometida) las culturas que se les enfrentaban activa o pasivamente, y
por eso terminaron mestizándose intensamente con ellas.
Hubo más sangre (literal
y metafóricamente hablando) en esta forma de proceder que en la otra.
Pero con lo malo
también vino lo bueno. No solo los utopistas y sus descendientes sacaron
conclusiones teóricas del descubrimiento de la anomalía americana. Y tampoco,
pese a lo que suele creerse, no sólo los europeos “no españoles” contribuyeron
a la modernización ideológica que provocó el 12 de octubre de 1492. Un
precedente poco recordado en el ámbito latinoamericano es el de la Escuela de
Salamanca, compuesta por brillantes jesuitas españoles que además de registrar
el prodigio, derivaron importantes conclusiones de él. Observando a los
indígenas, que para algunos estaban situados en la mitológica “edad de oro”, así
como la conducta de sus propios compatriotas, llegaron a la conclusión de que
conocer a Jesús no bastaba para actuar rectamente, y que desconocerlo no
obligaba a la maldad. Pusieron así el primer escalón que conduciría a la ética
moderna, basada en la capacidad individual de decidir y no en una influencia sobrenatural
llamada “gracia” (en la que, en cambio, los protestantes creían ciegamente).
Véase aquí otra
contribución del encuentro entre españoles e indígenas: tan estupenda como el
barroco y tan importante como el utopismo. Por cierto, es exactamente lo
contrario de éste último. Así es Hispanoamérica: simultánea ilusión y
desencanto, al mismo tiempo el veneno y su antídoto.
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