El enredo hondureño

Celso Amorín, el canciller brasileño, afirmó el domingo que estaba más interesado en saber el resultado del clásico entre el Real Madrid y el Barcelona que el de las elecciones en Honduras. Un exceso verbal (casi imperialista) pero que debe entenderse en el contexto de la política exterior de su Presidente que se ha jugado a fondo, sin grises, sobre este tema.
Distante de esa postura, un EEUU que vuelve a participar por esta vez (¿?) en la región (luego de la autonomía relativa que la era Bush y el 11S nos legó). Barack Obama condenó el golpe y respaldó la democracia hondureña en su momento, pero no puede ir más allá de sus posibilidades (por eso es tan recomendable el ejercicio retórico, la pieza magistral de política que contiene el discurso de Arturo Valenzuela ante la OEA, reconociendo las elecciones hondureñas).
Y en versión doméstica, también dos contendientes: un Zelaya todavía vociferante pero cada vez más solo (lo cual se simboliza en que de los 300 manifestantes que dormían con él en la embajada meses atrás, hoy apenas queda un puñado); y, en el otro extremo, un Micheletti, miembro del mismo partido, aprovechando la interna política norteamericana (cuyo congreso condicionó la elección de autoridades a que el Ejecutivo dejará de apoyar sin condiciones a Zelaya), y que retorna al poder mañana después de un breve receso que, al no nombrar interino o reemplazante, es un fiel reflejo de la parodia trágica de su presidencia.
Casi todos conocemos los hechos más recientes en Honduras: un golpe de estado (o varios golpes); un presidente en el exilio y luego refugiado en la embajada del Brasil (sea por instancia de este país o con ayuda venezolana); otro presidente de facto que dio muestras de una muñeca política que le permitió sobrevivir a la presión de toda la comunidad internacional; un pacto no cumplido por maniobras políticas del más variado cuño; y, al final del día, unas elecciones relativamente limpias y transparentes y un Presidente electo… lo cual, convengamos, es una situación cualitativamente distinta a la de la semana pasada.
Porfirio Lobo, el ganador de los comicios, es un representante conspicuo de ese pequeño círculo de hierro, dueño y señor del país, un hombre de derecha que difícilmente cambiará los índices de desigualdad y de pobreza que hacen palidecer de vergüenza a cualquiera, pero ha sido elegido democráticamente, lo cual complica la situación para muchos actores, más allá de Micheletti, Zelaya o el propio Lobo.
Es complicada para Brasil, por ejemplo, que no las tiene todas consigo: lo de Honduras y el recibimiento que hizo al presidente iraní la semana pasada, son analizados por muchos como dos traspiés consecutivos en su recién estrenada mayoría de edad en la escena internacional.
También para la OEA, que no puede ir más allá de lo que los países que la componen deciden por ella, y que también se enfrenta a un quiebre, por lo menos retórico, entre sus miembros (y, por tanto, contribuyendo al proceso y pérdida de relevancia que ha venido sufriendo por obra y gracia de sus propios integrantes).
Finalmente, es complicada para muchos países que retiraron sus embajadores, que dicen que no reconocerán el proceso, pero que saben que no hay muchas más alternativas.
En ese contexto, ¿es defender un golpe de estado apoyar las elecciones del domingo en Honduras? Por supuesto que no.
Los cientos de miles de hondureños que votaron (en malas condiciones, con personajes proscritos o refugiados, con candidatos renunciantes, etc. etc.), merecen que los políticos hondureños y la comunidad internacional encuentren alguna solución de compromiso que permita que todos salgan ganando.
Quizá el nuevo Presidente electo o el Congreso pueda facilitarla: ¿amnistía?, ¿retorno simbólico de Zelaya por unos días?, ¿ambas? Hay una máxima que no debe olvidarse: a los derrotados hay que darles una salida digna (lo cual es difícil hoy por los antecedentes que tenemos, pero esperemos que por una vez todos los actores estén a la altura de las circunstancias).
Lo contrario, que líderes nacionales e internacionales con tanta responsabilidad se mantengan en sus trece, producirá que algunos muchos reconozcan al nuevo gobierno, otros muchos no, y que demos la espalda a quienes prefirieron el voto a cualquier otra alternativa, lo cual, a estas alturas, en Honduras y en cualquier otra parte del mundo, es más de lo que se puede pedir.

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