La noche del lunes, cuando se festejaban los 10 años de gobierno del venezolano Hugo Chávez, una multitud bajo la tormenta gritaba casi en estado de delirio que "Chávez no se va". El mayor pastor electrónico que hayamos conocido a este lado de América, haciendo de nuevo su trabajo.
Flanqueado por los presidentes de Nicaragua y Bolivia, desgranando bajo la lluvia uno de esos discursos que leerán quienes cuenten su historia. Abogando por el Socialismo del siglo XXI y citando a diestra y siniestra a Bolívar, por supuesto, pero también a Churchill y a Walt Whitman. Como dice Bastenier: "Socialismo será todo aquello que Chávez diga que es socialismo".
Y él dice que es apenas una brizna de hierba a la que el viento del pueblo empuja. "Mi vida no vale nada -afirma-, sólo importa el amor al pueblo", llevando la revolución a su mayor abstracción historicista y a su principal error: no se ama una entelequia colectiva, sino a los individuos de carne y hueso.
A pesar de todo esto, cuando se habla del gobierno de Hugo Chávez, no se debe perder de vista esos 40 años de un modelo excluyente y corrupto que hizo implosión a finales de los 90, y del que él surge y es consecuencia. Frente a lo cual, como dice Teodoro Petkoff, "Chávez… habló de los pobres, los sacó de debajo de la alfombra y los colocó sobre la mesa".
El problema, sin embargo, es que en los últimos años construyó un país similar al de la Venezuela saudí previa a él mismo, condenando a quienes quiso redimir al asistencialismo y a la dependencia de las fluctuaciones del crudo, perdiendo en el camino cierto sentido de la estética y de las magnitudes, sobre todo a nivel internacional.
Porque Chávez se siente cómodo en el mundo (aunque no sea igual a la inversa), y no es sólo "la conducción a escala internacional de la reinvención de la izquierda", como dice Ramonet, o quien niega sus propios principios al aliarse con el fundamentalismo iraní; tampoco nada más que el creador de la revolución bolivariana (un término casi posmoderno que da cabida a todo); o el dueño del dinero, lo que hoy apenas es un tópico; sino también una forma de entender la comunicación y la política, una que nos retrotrae al primer peronismo, cuando Argentina, al igual que hasta hace poco Venezuela, podía "tirar manteca al techo" y construir su particular versión de la democracia populista. En ese sentido, la procedencia y la constante invocación a las Fuerzas Armadas de Perón y Chávez no son una casualidad.
Al igual que no lo es la forma en que éste último se multiplica en las regiones donde viven los pobres de su país y en los países a los que considera aliados; ahí ha construido la infraestructura para que todos repitan la misma letanía y aprendan el mito fundacional, que puede variar en la forma, pero que en esencia se refiere al héroe en comunión, sea con los descamisados, los pobres o los indígenas.
Visto así, el Alba es uno de sus grandes éxitos, no por Petroamérica, sino por la presencia permanente de Morales, Correa y otros presidentes a su lado… y de Telesur, el costado pragmático de una revolución que 10 años después aún busca reinventarse sin éxito.
Es que desde 1999 hasta hoy, lo único que pervive intacto es el uso de la iconografía castrista y esa necesidad primaria de cambiar hasta el lenguaje (los franceses y rusos, en su momento, se animaron incluso con el calendario). Quizá por eso ésta fue la conmemoración del "Año Diez de la Revolución" y no la celebración de los "Diez Años de la Revolución". Una sutil y decisiva diferencia.
Publicado en Ideas y Debates de La Tercera, 04 de febrero de 2009
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