Ahora que Fidel Castro está nuevamente de moda (por su incombustible capacidad de pegar donde más duele y por la ceguera de sus críticos, sus mejores voceros), o quizá solamente por la impecable puesta en escena de la batalla de Santa Clara que debemos a Steven Soderbergh y a Benicio del Toro, conviene recordar otra obra reciente: la imprescindible diatriba contra Hugo Chávez que publicó Enrique Krauze.
El mexicano se pregunta en El poder y el delirio: "¿Qué explica la tenaz persistencia del mito revolucionario? (...) Tras la liberación de Europa del Este, la desaparición de la Unión Soviética y el ascenso, no menos sorprendente, de la economía de mercado en China, la izquierda radical latinoamericana se ha rehusado a debatir la inmensa significación de estos hechos. Si estas tres mutaciones no modificaron sus ideas, es razonable pensar que nada las hará cambiar. Ningún dato contrario la perturba, porque para probar su credo recurre siempre al territorio irrefutable del futuro".
La herencia marxista, sobre todo castrista, no pudo nunca ser repartida del todo en la región, por nuestra incapacidad autocrítica, cierto, pero también por la ceguera de las dictaduras que en los 60 y 70 recurrieron a la barbarie más innoble para destruir a jóvenes a los que había que combatir con ideas democráticas, no desapareciéndolos o torturándolos.
Por eso aún sentimos nostalgia cuando vemos a Benicio del Toro, o escuchamos en el iPod aquellas frases certeras, que combinaban amor, sexo y revolución, ¡si hasta los estudiantes antichavistas cantan a Violeta Parra en sus campañas!
Krauze ve en la expansión continental "bolivariana" antes que una necesidad ideológica, la rémora de esa herencia. Castro, y por supuesto Guevara, quisieron denodadamente exportar la revolución (y sin petrodólares, por lo que es tan relativo el fin del influjo chavista sólo a raíz de la disminución del precio del crudo). Recordemos sólo como ejemplo las dos primigenias invasiones cubanas a Venezuela; las experiencias guerrilleras en Bolivia (la del Che, pero también la de Teoponte); la influencia que pudo tener en la radicalización de Allende su presencia infinita en Chile; o la inmolación grandilocuente y sangrienta del ERP y de Montoneros.
Krauze se arriesga a decir de Chávez -quien ganó un referéndum el domingo para poder reelegirse en forma indefinida- que "es un venerador de héroes, pero no es un héroe. Nunca ha sido un héroe. Admiró al Che, pero no cayó en la selva, fusil en mano y muerte crística, enfrentando al imperialismo. Admiró a Allende, pero no estuvo dispuesto a defender a toda costa su legítima Presidencia (…) ha admirado siempre a Bolívar, pero no ha (…) liberado ningún pueblo. Ha admirado siempre a Castro, pero su frustrada toma del Palacio de Miraflores no fuel el Moncada y menos la Sierra Maestra". Chávez ha querido siempre ser un héroe, pero ha elegido dos competidores inalcanzables: Bolívar y Fidel.
Pero, cree el mexicano, no hay reino compartido. "Debe matarlos simbólicamente (o devorarlos) para reinar a su anchas. Pero en ese mismo acto de soberbia, como Edipo, perderá la Luz".
Si alguna lección podemos sacar de todo lo ocurrido en estos días en Venezuela, pero también en Cuba, es la incapacidad que hemos tenido de realizar el parricidio que nos corresponde. Según Krauze, Chávez quizá se anime y así se inmole, pero en eso será más valiente que todos nosotros. La Latinoamérica del presente no saldrá adelante sin ello… y si no conjuga el socialismo y la libertad. Esas son nuestras asignaturas pendientes.
Publicado en Ideas y Debates de La Tercera, 18 de febrero de 2009
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