La explosión del tiempo y el espacio, la atomización del pensamiento y la incertidumbre que muchos asocian a la modernidad tardía (o líquida para usar la expresión de moda) y, sobre todo, la caída en desgracia del marxismo, la gran ideología ordenadora de los movimientos contestatarios, dio paso al resurgimiento de otros movimientos y grupos menos grandilocuentes pero más efectivos.
Frente al gran sello homogenizador de una época que nos convierte a todos en ciudadanos o consumidores, explota la diferencia. Frente a una sola identidad que nos determina y que permite el surgimiento del fundamentalismo o la xenofobia: el nacimiento de lo “pluri”, de lo “multi”. Gays en política, mujeres presidentas, negros que quieren serlo, en fin, elogio de la diferencia.
Ahora bien, en Latinoamérica una de las particulares formas de enfrentar esa modernidad inconclusa fue el resurgimiento de los movimientos contestatarios indianistas que buscaban amparo en el único lugar seguro que quedaba en el mundo globalizado: el pasado, comunitario, ancestral, telúrico… idealizado (allá ellos, otros lo buscan en el yoga o en las flores de Bach e igual de contentos).
Lamentablemente también surgieron aquellos que tienen a la identidad étnica no sólo como complemento sino como definición y que quieren eliminar la incertidumbre a balazos, lo cual, como se sabe, no es posible. Primero porque es ilegal (hoy se reivindicará la diferencia pero también, no hay que olvidarlo, ciertos progresos universales: la igualdad ante la ley, entre ellos), y segundo porque volver atrás sólo en la imaginación de H.G. Wells.
En los países desarrollados y en aquellos que mantienen incólume su Estado nación son movimientos apenas marginales y minúsculos, por el contrario, en lugares donde la fragilidad muestra la cara más perversa del capitalismo, cobran fuerza inusitada: en Bolivia, por ejemplo, o en ciertas zonas de Perú, o en el Ecuador o el Chiapas de hace algunos años.
Sin embargo, los movimientos indianistas de América Latina han tenido mucho más éxito cuando en lugar de intentar destruir la modernidad con la acción directa han buscado aliarse a ella (a través del pacto político y la negociación democrática); o cuando se entroncan con movimientos ciudadanos de distinta índole como el medio ambiental o el de los derechos humanos. En Chile, por ejemplo, a veces son más exitosos los indígenas en el norte del país porque se alían a las organizaciones ecologistas y de vez en cuando ponen en jaque las grandes empresas que se ven obligadas a negociar con ellos.
Ahora bien, en tanto no puedan acceder a esa modernidad con la que se enfrentan, mientras sean marginados por la elite política, económica y étnica, más acciones desesperadas veremos y más peligro habrá de que todos ellos se conviertan en grupos violentos, que no derrocarán gobiernos pero provocarán desazón en todos nosotros.
Incorporarlos en cambio implica otra cosa. Desde acciones tan elementales como la aprobación del estatuto 169 de la OIT sobre pueblos indígenas (aprobado en gran parte de Latinoamérica pero no en Chile) o la discusión en profundidad la reciente Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas; hasta tomar las decisiones más difíciles: dar trabajo digno.
En la resolución del conflicto mapuche se pone a prueba la fortaleza del Estado chileno, no para reprimir (que cualquier país bananero hace eso, y mucho mejor) sino para incorporar y respetar la diferencia, porque somos ciudadanos, pero también hinchas de Colo Colo o extranjeros, blancos o mapuches, lectores de El Mercurio o de la Tercera, y esa diversidad es la que complementa y enriquece.
Los Estados (y los indígenas) que así lo han entendido son los que sin olvidar su pasado tienen el futuro por delante.
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