La guerra más trágica

El 23 de marzo Bolivia conmemora la Guerra del Pacífico, la más trágica de la que fue protagonista (aunque no la más cruenta: faltaría medio siglo todavía para eso, y sería con Paraguay, en el Chaco). Pero la de 1879 fue la más importante porque ocasionó no sólo pérdidas territoriales sino un enclaustramiento marítimo que generó una transformación cultural que afecta aún hoy la idiosincrasia de nosotros, los bolivianos. Aunque sea difícil de entender para quienes no conocen el país, no es un tema olvidado y añejo, sino uno de los pilares de nuestro imaginario colectivo (lamentablemente, construido en base a demagogia política y militar, pero esa es otra historia).
Es un día también en el que se recuerdan frases heroicas (esas que uno nunca sabrá si realmente fueron pronunciadas, pero que son parte de cualquier mitología). Se dice que cuando las tropas chilenas exigieron la rendición del máximo héroe boliviano, Eduardo Abaroa, recibieron por respuesta: "¿Rendirme yo? ¡Que se rinda su abuela, carajo!". Menos poética que la de Arturo Prat pero igual de trágica.
Pero no nos equivoquemos, no hay grandeza en las guerras (o ésta se camufla cobardemente entre el nacionalismo y la literatura). Las guerras significan dolor y muerte, y dejan heridas difíciles de restañar. Pocas veces los involucrados se dotan de la valentía necesaria, asumen las pérdidas, tienen realismo político y, sobre todo, se muestran dispuestos a ceder. Entre bolivianos y chilenos, 128 años después, parecerían no haber nacido aún los hombres y mujeres dispuestos a esos sacrificios.
Hace unos años, muchos pensaban en Chile que Sánchez de Lozada, el pragmático, o Carlos Mesa, el intelectual, eran capaces de enfrentar el problema. Pocos se imaginaron que el primero sería incapaz de concluir su periodo, o que el segundo terminaría pateando el tablero y promoviendo un plebiscito vinculante en el cual se aprobó la muletilla de "gas por mar". A la inversa, ¿quién hubiera creído en ese entonces que el mayor acercamiento entre ambos gobiernos -después del "abrazo de Charaña" entre Hugo Banzer y Augusto Pinochet-, lo iba a protagonizar en estos meses un indígena y una mujer que sacaron de sus mangas sutilezas florentinas? Después de todo, siempre queda la esperanza.
Este 23 de marzo en toda Bolivia se realizarán los tradicionales desfiles cívico-militares al que íbamos los estudiantes uniformados, cuando creíamos -ingenuos- que existían buenos y malos en la historia, que el gris era para días graves, de lluvia. Quizá haya manifestaciones multitudinarias, documentales por TV o discursos conciliadores, quién lo sabe. Pero de seguro no faltarán salteñas, helados ni algodón de dulce… o la ilusión de ver a hermosas guaripoleras haciendo piruetas ante el público, o los trajes gastados, pero limpios y recién planchados de los excombatientes que aún quedan de otras guerras más recientes.
El mar es y seguirá siendo parte indisoluble de la cultura boliviana, una piedra en el zapato, una asignatura pendiente, el personaje preferido de Bram Stoker, aquel que puede morir por siglos, pero que por cualquier motivo, aún el más inesperado (hasta por una dulce gota de sangre), resucita y vuelve a morder el cuello de todos nosotros, sus víctimas.

Sergio Molina es boliviano y tiene un hijo chileno

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