Espacios de libertad (Fernando Molina)

Espacios de libertad
Mercado, estado de derecho y democracia

Fernando Molina, escritor y ensayista boliviano

1. Liberalismo

Desde 1989, el horizonte intelectual del mundo occidental y de otras áreas del plantea ha quedado marcado por el triunfo de la democracia frente a los regímenes totalitarios. Hoy, el debate político está acotado por la democracia, que se considera la mejor forma de gobierno, y en torno a ella se formulan la mayor parte de los programas políticos. Incluso durante estos últimos años que comienza a entrar en crisis, la democracia es el único ideal político universal, sin competencia explícita.[1]
Este éxito, sin embargo, no debe malinterpretarse. No hay que confundirlo, por ejemplo, con una victoria del liberalismo, sea que lo concibamos en su acepción económica o en su significado político. Por el contrario, resulta evidente que el nuevo siglo ha traído muchas alternativas, instaladas todavía en el marco común de la democracia, a la economía y los planteamientos políticos liberales. Lo que implica que “democracia” y “liberalismo” no son sinónimos, aunque a veces nos parezca difícil diferenciar ambos conceptos.
Estamos, claro, ante palabras polisémicas y ambiguas, que designan escuelas políticas, cuya historia suele ser intrincada, y al mismo tiempo valores sobre los que nunca se deja de discrepar. En especial “liberalismo” es una palabra incómoda, que se usa con distintos significados en diferentes lugares, y que siempre requiere de precisiones. “Liberal” en Estados Unidos quiere decir “de izquierda”, mientras que en Europa sirve para designar a la derecha, y en América Latina incluso a la ultra derecha. Dentro de nuestro continente puede evocar, además, a los partidos liberales nativos que actuaron en el siglo pasado, muchos de los cuales no se distinguían de sus rivales conservadores (es decir, de las oligarquías basadas en la explotación semi feudal de la tierra) más que por la hora a la que sus líderes iban a misa. Por otra parte, lo normal es que aquí “liberal” remita al campo de la economía, y, en no pocos casos, directamente al capitalismo del laissez faire.
¿Cómo deberíamos entender “liberalismo”, entonces? En primer lugar, dividido en dos partes: liberalismo económico y político. En Estados Unidos, por ejemplo, algunos estadistas son partidarios irrestrictos de la libertad de mercado, pero en política defienden posiciones conservadoras, apelando a la tradición y la comunidad para luchar contra el individualismo. En Europa, a la inversa, muchos defienden las libertades individuales al punto de aprobar el matrimonio gay, para poner un caso, pero en economía son partidarios de un fuerte control estatal. Es necesario discriminar, por tanto, a qué clase de liberalismo nos estamos refiriendo.
En ambos planos, sin embargo, esta corriente ideológica se caracteriza por dirimir de una manera peculiar la lucha entre los dos grandes valores modernos que puso en puja la Revolución Francesa, la libertad y la igualdad.[2] La respuesta del liberalismo a la oposición de ambos ideales, que considera inconciliables, es la primacía de la libertad, aun a sabiendas de que ella produce desigualdad (y por tanto termina creando una aristocracia, una élite del dinero y una élite del poder).[3] Pero supone el liberalismo que, insistimos, descartada la utopía de un mundo perfecto, a la vez libre e igualitario, la salida por la que opta es preferible a la opuesta, a una sociedad que, para asegurarse de que todos sus componentes alcancen la igualdad, termina destruyendo las bases de su prosperidad e incluso de su supervivencia –mecanismos como la competencia, la movilidad y la adaptación, todo aquello que ha convertido al hombre en el mayor éxito evolutivo.
Veamos primero cómo opera este razonamiento en el campo económico. Desde siempre han existido, en este plano, hombres libres y otros que no lo son, o que lo son mucho menos. Esto, por supuesto, está en el origen del crónico malestar social. Tanto unos como otros han llegado a su condición por sangre o por patrimonio, es decir, por la desigualdad prevaleciente. Quien pretenda cambiar las cosas, logrando una extensión de la libertad y por tanto una mayor armonía social, debe eliminar las desigualdades de sangre y de patrimonio. Lo primero se logró en gran parte –en el mundo occidental– con las revoluciones de los siglos dieciocho y diecinueve en contra del ancien regimen, a las que tan estrechamente está asociado el liberalismo. Esto ha significado un formidable incremento de la libertad humana. Sin embargo, para que éste fuera completo, habría que eliminar también la desigualdad patrimonial, nivelando la propiedad de todos los seres humanos. Y esto fue lo que se propuso, en efecto, una segunda ola de revoluciones, dirigidas en el siglo veinte por la ideología que llegó a convertirse en el peor enemigo del liberalismo, el comunismo. A primera vista, el ideario de esta corriente parece ser la lucha radical por la libertad, mediante la completa supresión del factor que la menoscaba en menor o mayor medida, la desigualdad económica. Postula, por tanto, un mundo nuevo en el que por fin se logre tanto la libertad más completa como la igualdad plena, un mundo de reconciliación de los dos principales valores modernos. Sin embargo, como ya hemos dicho, el liberalismo no cree que tal mundo sea posible. Puede decirse que su principal diferencia con el comunismo es la comprensión de esta imposibilidad. En principio, el liberalismo quisiera que la libertad económica de todos los hombres fuera idéntica, y por eso simpatiza con el proyecto de eliminar los obstáculos que se interponen ante tal objetivo. De ahí su clásica oposición a los privilegios extraeconómicos que afectan el funcionamiento de la economía, como la discriminación por razones de sangre, ya mencionada, y también la manipulación política de la actividad económica, a favor de uno u otro sector, que en determinados momentos ha identificado y combatido con los nombres de “intervencionismo”, “mercantilismo”, “capitalismo de camarilla” y “rentismo”. Sin embargo, el liberalismo no considera que las diferencias de propiedad –aunque se puedan considerar perjudiciales para el pleno ejercicio de la libertad– tengan un carácter extraeconómico. Al contrario, para él son el resultado más peculiar de la libre actividad económica desarrollada por los individuos. Su eliminación, por tanto, así fuera en nombre de la obtención de una mayor libertad, terminaría en los hechos en una significativa reducción de ésta. En efecto, de hecho implicaría la cancelación de una libertad en vigencia de la mayor importancia: la libertad de enriquecerse. Bajo el comunismo, nadie podría hacerlo para no romper el equilibrio igualitario que se pretendería establecer. Pero esto no sería más que el comienzo. Eliminado el incentivo del enriquecimiento, ¿cómo funcionaría la economía?, es decir, ¿qué impulsaría a las personas a esforzarse, a competir, a innovar, si, tanto si lo hicieran como si no, el resultado sería el mismo: la igualdad? Responder a esta pregunta con afirmaciones como “la cultura” o “el compromiso” de las personas involucradas no parece convincente, ni aun a largo plazo. A corto plazo, por supuesto, ni siquiera pueden tomarse en cuenta. Para el liberalismo tampoco es cierto que, como piensan algunos, la riqueza ya está ahí, y lo único que hace falta es repartirla. La supuesta plétora de la sociedad de la que no seríamos concientes por el efecto distorsionante de las relaciones sociales es mitológica. De modo que, para imponer el reino de la igualdad, la dirección de la economía tendría que encomendarse a un grupo particularmente motivado, a una elite que planificara el curso de la actividad colectiva, y que estimulara a los demás a dar más de sí, esperando que, con la mejora de las condiciones generales, esto último se haga innecesario en el futuro. Pues bien, en tal caso se reproduciría la situación por la que unos hombres son más libres que los otros. Y en circunstancias todavía peores, porque unos supondrían, además, que los otros deben obedecer estrictamente sus órdenes, por el bien de la humanidad. Siendo este el supuesto, lo probable sería que quienes conformaran la elite dirigente no fueran los mejores, sino los más aptos para la obediencia, primero, y para el mando, después, capacidades que distan de ser virtudes humanitarias. Por esta vía, los peores terminarían mandando, y la lucha por la igualdad y la libertad perfectas se convertiría en la cancelación de ambas: anulación de la libertad económica, aparición de una élite de “peores”, y, por tanto, desigualdad entre jefes que supervisan a los demás y subordinados que los obedecen. Este y no otro ha sido el resultado de todas las revoluciones comunistas.[4]
Por eso el liberalismo rechaza la búsqueda de la igualdad económica plena, la considera destructiva para la sociedad. En algunos casos tolera, en otros admite y en algunos pocos exalta la diferenciación, respecto a la base social, de una élite adinerada, de una moderna aristocracia, que con su actividad, su ejemplo y los impuestos que genera funciona como el “motor” del avance colectivo. Ahora bien, a partir de este punto se abre un espacio con múltiples bifurcaciones. Solo algunos liberales creen que simplemente se debe “dejar hacer” a esta élite. Los demás comprenden la necesidad de limitar su libertad, de modo que se preserve la libertad de los demás. Esto requiere una legislación que desautorice ciertas posibilidades de acción, redistribuya la riqueza y defienda a los débiles, impidiendo que la sociedad quede a meced del más fuerte. Los liberales poseen distintas visiones de lo que estas reglas de juego deben ser; puede decirse que ésta es una de sus principales fuentes de discordia y división. En algunos casos tienden hacia el permisivismo, en otros, hacia el proteccionismo, y cada corriente piensa que la suya es la mejor forma de asegurar el desarrollo y la seguridad colectivos. De uno u otro modo, lo cierto es que los propios liberales admiten y aun impulsan decididamente menguas de distinto tipo a la libertad. (Esto los diferencia de libertarios más radicales como los anarquistas). Sin embargo, hay un punto en el que todos coinciden, pues su inobservancia sería incompatible con su pertenencia a esta escuela de pensamiento. Es el siguiente: las personas no pueden perder sus libertades más allá de cierto grado sin ser despojadas también de su condición humana, sin ser aniquiladas. Aunque el liberalismo se caracteriza por su realismo, pues descarta la pretensión de lograr la libertad completa para todos, y admite los recortes que provienen irremediablemente de la desigualdad económica, así como de la necesidad de impedir que la libertad de unos dañe la libertad de otros, no acepta bajo ningún concepto, así fuera en nombre de alguna libertad de tipo “positivo”, de naturaleza colectiva, definida de otra forma, etc.,[5] que los otros (es decir, en los hechos, el Estado) elimine –o limite profundamente– el derecho de propiedad.* La diferenciación más sencilla y realista que puede hacerse, entonces, entre comunismo y liberalismo es la siguiente: el primero intenta nivelar la propiedad para asegurar la igualdad social, y por tanto dotar de una idéntica dignidad a todos. El segundo, en cambio, opina que sin el derecho de propiedad (ejercido con algunas limitaciones legales) la libertad económica y con ella la misma dignidad humana serían inconcebibles.
Por eso lo que está en juego cuando se afecta del derecho de propiedad tiene un alcance mayor y afecta al conjunto de la doctrina. Incluso los liberales que defienden una política económica intervencionista y planificadora, y que por tanto combaten el liberalismo permisivo, deben aliarse con éste cuando lo que se pone en riesgo es el derecho de propiedad. La propiedad provee una base se sustentación a las otras libertades básicas. Al mismo tiempo, como es obvio, el núcleo de libertades que el liberalismo considera irrenunciables no se agota en la propiedad, incluye también las libertades de pensamiento y expresión, y el respeto a la honra, la intimidad y la vida privada.
Todo esto hace imprescindible que pasemos del liberalismo económico a su homólogo político. ¿En qué consiste, dicho en una frase, el liberalismo político? En la defensa de este núcleo de libertades, que acabamos de enumerar, frente a cualquier injerencia y coerción externa, sobre todo proveniente del Estado.
¿Y por que el liberalismo sostiene que una intervención en este núcleo de libertades resulta inaceptable? En lugar de ser libres para seguir nuestro propio criterio, muchas veces equivocado, en todos estos asuntos, ¿no sería mejor adoptar una línea de conducta comprobadamente acertada, fijada con arreglo a alguna clase de parámetro racional, como la experiencia acumulada por los más aptos, o el conocimiento de los líderes, o las definiciones de la ciencia? ¿No podría el Estado, por una u otra vía, llegar a encarnar alguna verdad indiscutible, que no valiera la pena cuestionar, y a la que lo más inteligente y provechoso sería plegarse?
La respuesta clásica a estas preguntas, formulada, como se sabe, por John Stuar Mill, se resume así en la obra de otro pensador clave del liberalismo, Isaiah Berlin:

“Según Mill, ¿qué es lo que hacía que fuese tan sagrada la protección de la libertad individual? En su famosos ensayo nos dice que, a menos que se deje vivir a los hombres como quieran, ‘de manera que su vida solo concierna a ellos mismos’, la civilización no podrá avanzar, la verdad no podrá salir a la luz por faltar una comunicación libre de ideas, y no habrá ninguna oportunidad para la espontaneidad, la originalidad, el genio, la energía mental y el valor moral… ‘Todos los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos consejos y las advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que representa permitir a otros que le reduzcan a lo que ellos creen que es bueno”.[6]

En otras palabras, estar en lo correcto no autoriza ni justifica que uno obligue a otro –que en cambio está equivocado– a hacer “lo que realmente le conviene”. En primer lugar, por lo siguiente: no hay forma de obtener una plena seguridad de que aquello que hoy se considera errado no vaya a ser todo lo contrario en el futuro.[7] Antes no se aceptaba que las mujeres estudiaran, y ahora el impedírselo nos parece inadmisible. Y esto ha estado ocurriendo todo el tiempo en la historia de la humanidad.*
Sin embargo, el liberalismo sólo es relativista hasta cierto punto. La ciencia tiene la capacidad de obtener conocimientos verdaderos, que deben ser tomados en cuenta por la ética. Por ejemplo, es posible saber, más allá de duda, que la ablación del clítoris de algunas niñas musulmanas es una costumbre médica y moralmente condenable. Debe ser prohibida y perseguida.
No ocurre lo mismo, sin embargo, con todas las conductas. En realidad, no hay una razón por la que debamos tratar de saber la verdad (esto es, lo que es correcto) sobre todos los asuntos humanos. Hay una importante zona de opacidad, que debe mantenerse así, ambigua.[8] Un intento de elaborar un código de comportamiento detallado y totalizador es en sí mismo antiliberal.
Sería muy peligroso que algún tipo de élite que portara con gran determinación una convicción cualquiera, sea ésta verdadera o no, intentara dictaminar lo que el resto debe hacer o no hacer en todos los campos. Más temprano que tarde, una uniformización así produciría un estancamiento del pensamiento social.
Si no podemos ni debemos saber la verdad sobre todo, en consecuencia nuestro deber es abstenernos de intervenir en aquello que hacen los otros en provecho o daño propio (aunque podemos prohibirles hacer daño a los demás, sobre todo a la libertad de los demás). Tal es el primer principio del liberalismo político. Estamos, pues, ante un pensamiento escéptico, que no concibe al poder como un medio para obtener la felicidad de sus conciudadanos,[9] sino como un instrumento para protegerlos de coacciones dañinas y defender sus libertades –instrumento que requiere, sin embargo, emplear a su vez una cierta coacción contra quienes, en su propio despliegue individual, atropellen la libertad del conjunto social.
Esto nos da una clara información acerca del régimen político que prefiere y que corresponde mejor con el liberalismo político, asunto que desarrollaremos en el siguiente apartado.

2. Estado de derecho y democracia

De todo lo que llevamos dicho podemos concluir lo siguiente: ninguna corriente ideológica moderna deja de lado el ideal de la libertad. Lo que diferencia al liberalismo de las otras posiciones es su concepción, clásicamente descrita como una concepción “negativa”, de la libertad. “Libertad” para el liberalismo no es la utopía de que todos seamos igualmente libres (y por tanto simplemente iguales), sino la conservación sin mengua de un mínimo de libertades. Esta es una concepción “negativa”, porque no propone que se haga algo determinado y virtuoso con esas libertades que se defienden.[10] Las ideologías colectivistas, en cambio, proponen el sacrificio de las libertades personales (y sobre todo de la libertad económica) en aras de la utopía de la plena libertad (o libertad “positiva”), entendida no solamente como ausencia de coerción, sino como “capacidad para actuar” –partiendo de que no es lo mismo que no exista impedimento alguno para viajar que disponer del dinero para hacerlo–; algo que en última instancia remite a una radical distribución de la propiedad.
Esta diferencia se plasma, en la práctica, en la propuesta de dos distintos “estados de derecho”, es decir, de dos legislaciones y sistemas institucionales distintos. El estado de derecho inspirado en el liberalismo (que es el de casi todos los países occidentales y occidentalizados) está construido para garantizar el derecho de los ciudadanos a rechazar (de ahí el adjetivo “negativo” que se aplica en este caso) a quienes, armados de una u otra fe, pretenden mostrarles el “verdadero camino”. Esta centrado en asegurar la independencia de las personas, la cual, por supuesto, sólo es una palabra vacía sin el derecho de propiedad. Porque un hombre sin propiedad, pero sobre todo sin derecho a poseer, nunca podría ser independiente de los demás.
Por su parte, el estado de derecho colectivista trata de impedir los efectos de desigualdad que resultan constantemente de la actividad económica, es decir, coacciona a los ciudadanos para que su conducta corresponda con sus “verdaderos intereses”, que no son los egoístas de la vida cotidiana sino los dictados por una causa superior: la libertad “positiva”, “real” o plena de toda la sociedad. Como escribe Berlin,[11] en tal caso se supone la existencia de dos “yo” sociales; uno que actúa simplemente, sin conciencia de sus propias necesidades, y otro que puede mirar más allá de lo inmediato, de una forma estratégica, podría decirse (y que está representado por una élite “consciente” o por el gobierno). En el estado de derecho colectivista, es este segundo “yo” el que prima –a veces de manera feroz– sobre el segundo.
Ahora bien, como ya dijimos, desde 1989 (por ponerle una fecha), este segundo modelo legal e institucional está acabado. El estado de derecho colectivista sólo perdura en algunos pocos países, y vive sujeto a múltiples reformas que seguramente lo transformarán. La lucha política, por tanto, se desarrolla completamente dentro de sistemas estatales que son liberales o semi liberales, lo que tiene importantes consecuencias en un conjunto de áreas.
Como producto de esto, las alternativas al liberalismo ya no son tan radicales como el comunismo y también consideran algunas libertades, inclusive el derecho de propiedad, como intangibles. Pero las corrientes críticas no dejan de denunciar que se trata de libertades meramente “formales”, pues no están acompañadas de las posibilidades reales de ejercerlas, de una distribución igualitaria de los recursos. Apuestan estas corrientes, entonces, por la “libertad real” y por pasar de los derechos personales y civiles a los “derechos económicos y sociales”, en otras palabras, apuestan porque el ordenamiento social ofrezca una cierta igualdad. Y confluyen en una única y gran tendencia en pro de la redistribución de la riqueza social. La cual, como ya sabemos, no es incompatible con el liberalismo (es decir, el liberalismo no está obligado a combatirla por principio) mientras no se extreme al punto de lograr la igualación de los ciudadanos a costa de las libertades de éstos. Sin embargo, a menudo esta tendencia se convierte en un problema para el estado de derecho liberal, porque menosprecia y ataca las instituciones y las leyes sobre las que el mismo se levanta, con el argumento de que no son suficientemente justas. Y, efectivamente, se trata de instituciones y leyes que en última instancia permiten la desigualdad “real”, vale decir, socioeconómica, porque su propósito no es eliminarla. Estas instituciones, por tanto, se dan por supuestas, y se las ve anodinas respecto a los auténticos desafíos contemporáneos. Sin embargo, como veremos en el siguiente apartado, esto no es así: son instituciones vitales para mantener el orden social del que nos beneficiamos todos, inclusive los críticos del estado de derecho liberal.
Pero donde actualmente se libra la batalla más fragorosa entre igualdad y libertad no es en el terreno de la “libertad real”, sino en el de la forma de Estado y de gobierno, en el Campo de Marte de la democracia. Veamos por ejemplo esta cita:

“Criticar la democracia parece haberse convertido… en una industria provechosa. Sólo obtiene audiencia quien argumenta o bien simplemente afirma, que la democracia no funciona, que está vacía, en especial si es (era) de izquierda.”[12]

Y esto no es casual. Etimológica e históricamente, “democracia” está asociada con “igualdad”, el derecho idéntico de todos los ciudadanos a participar en el gobierno de su ciudad, mediante su elección como autoridades o juzgando las políticas ejecutadas por sus dirigentes. Gobierno, por tanto, del demos, de la mayoría. De ahí que siempre se procure –y en muchos casos se logre, hipertrofiando el principio mayoritario– oponer democracia y liberalismo.[13] Para ello se denuncia un hecho del que ya hemos hablado: la libertad económica tiende a engendrar aristocracias, es decir, élites ricas y exitosas, poseedoras de recursos suficientes como para influir en el proceso político, en algunos casos de forma determinante, disminuyendo así, e incluso sustituyendo, el principio mayoritario. En consecuencia, se busca una democracia en contra de esta aristocracia; una democracia desvinculada del mercado, pues de ahí es de donde surge, se sabe, el poder aristocrático; una democracia sin élites, en la que el principio mayoritario se cumpla directamente, prescindiendo de representantes y mediaciones; en la que, en definitiva, todos gocen de la misma capacidad política y se materialice el poder del pueblo.
Esta es la democracia que se denomina, últimamente, “participativa”, “constituyente” o “socialismo del siglo veintinuo”.[14]
Salta a la vista que no solo nos pone ante la necesidad de reformar el sistema democrático tal como lo conocemos, sino que, una vez más, nos conduce al proyecto de igualar socio-económicamente a la sociedad, con todas las consecuencias ya descritas en el apartado anterior. Eliminar la aristocracia contemporánea requeriría anular su libertad de enriquecerse (y de adquirir poder gracias a eso), y exigiría por tanto la amputación o una grave mutilación del derecho de propiedad. Por eso solo es un planteamiento puramente teórico, retórico incluso. Llevado a la realidad, implicaría una reincidencia en el comunismo. Por otra parte, la imposibilidad de prescindir de las élites políticas es todavía más evidente. Toda organización, toda actividad de carácter público, incluso la más elemental, como los trabajos comunales, requieren de gente especializada en representar y dirigir –y, si son más complejas y continuas, de una burocracia.
Por estas razones, el liberalismo no concibe la democracia desde un punto de vista histórico o etimológico, y soslaya el principio mayoritario. Podría decirse que también hace una definición negativa de la democracia.[15] No tanto “el gobierno de la mayoría” (aunque en parte sí, por supuesto), sino “el sistema que impide el gobierno de los peores”, pues “exige la alternancia pacífica en el poder”, y, sobre todo, el que “ofrece un sistema de garantías (separación de poderes, checks and balances, libertades individuales y civiles, leyes e instituciones abiertas y respetadas) que asegura el pluralismo en todas las áreas de la vida social, la existencia y la protección de las minorías, fueran del tipo de que fueran, la más amplia posibilidad de disidencia, y toda actividad de oposición y aun de rebelión que se desarrolle en el marco de las leyes”. En una palabra, el sistema aquel que “es justamente lo opuesto a una tiranía”.
Esta es la concepción liberal de la democracia, o “democracia liberal”.

3. El vínculo de las libertades

Es tiempo de relacionar los distintos conceptos con los que hemos trabajado y que, de alguna forma, ya se han ido entretejiendo. La libertad económica se expresa, sobre todo, en una compleja invención humana: el sistema de precios, que proviene del intercambio entre personas, pero personas que, en general, son propietarias de lo que venden y compran. El sistema de precios, pues, posibilita el intercambio entre propietarios. Por eso cuando hablamos de “mercado” estamos hablando también, implícitamente, de propiedad, de la existencia de un conjunto suficientemente grande de propietarios, y de un estado de derecho que los acoge y los protege. Todo esto que se vuelve bastante impreciso y precario en los sistemas comunistas.
La existencia o no de un sistema de precios, con todo lo que implica, es, por tanto, el parámetro crucial para evaluar la libertad económica de una sociedad, mucho más que el saber si la propiedad de las principales empresas productoras tiene carácter privado o público.[16]
El sistema de precios es hasta ahora la mejor (¿por qué no decir la única?) creación humana útil para asignar los recursos disponibles entre aquellos que concurren a la actividad económica. Es completamente imposible sustituir las incontables orientaciones económicas que proporciona diariamente por los proveídos de una central de planificación, como puede observarse ahora mismo en los países comunistas sobrevivientes, que no han podido hacerlo. Lo que ocurre en ellos, entonces, es que conservan parcialmente el sistema de precios, pero su legislación y sus instituciones no lo favorecen. Se produce, en consecuencia, un cotidiano choque entre una muy recortada libertad de mercado y un estado de derecho autoritario, inhibidor de la iniciativa privada, orientado a impedir el surgimiento de una élite económica que compita con la aristocracia política existente (misión de vigilancia a la que queda reducido el original principio de igualdad socioeconómica) .
Aunque parezca increíble, hay gente dentro de los países liberales, a veces la mayoría de la población, que sigue admirando y emulando este modelo, una y otra vez, y siempre por las mismas motivaciones: para acabar con las viejas élites (así se las reemplace por otras), para obtener la verdadera libertad (que, paradójicamente, comienza a “lograrse” con la destrucción de las libertades formales, pero reales de las que ya se gozaba), y para asegurar la completa igualdad (aunque al final solo se consiga que todos sean igualmente pobres –porque sin incentivos la economía no funciona–, con la notable excepción de los encargados de hacer cumplir el proyecto igualitario). Escenificación trágica: en nombre de la libertad se prohíbe y se limita; en nombre de la igualdad se empobrece y se causa desdicha.
De lo dicho se desprende que el vínculo entre mercado y estado de derecho es indisoluble. En cambio, el lazo que une a éstos con la democracia (liberal) resulta más débil. En principio, una sociedad que garantice la libertad económica con las instituciones y leyes adecuadas, y que no sea democrática, es perfectamente posible. Encontramos ejemplos por montones: China, los países del este asiáticos, algunos árabes, etc. Esto prueba, como dice Lindblom, que mercado y democracia son “animales distintos”.[17]
La peculiaridad de la democracia liberal reside en que sus límites son estrictamente políticos. Por eso resulta erróneo, como hacen sus críticos, exigirle frutos socioeconómicos –sacar a los pobres de la pobreza, por ejemplo–, para después, una vez que se compruebe que nos los ha dado –porque no puede hacerlo–, decretar su “insuficiencia”, su “superficialidad”, y proponer alternativas como las que se ha señalado más arriba. Este argumento, que podemos denominar “eficientista”, [18] nos conduce más pronto que tarde a exaltar a los regímenes no democráticos que, como los ya mencionados, tienen éxito económico; o incluso a defender a los sistemas comunistas que, pese a su desastre económico, y por su concentración obsesiva en la igualdad, han logrado éxitos significativos en la provisión de algunos servicios sociales, como la salud y la educación. ‘Mejor que esta democracia (liberal) que no provee igualdad socioeconómica –se piensa, y a veces se dice–, sería una dictadura popular que, aunque cancelara las libertades individuales y civiles, nos ofrezca a cambio la verdadera libertad”. Pues es obvio que un hombre enfermo o un analfabeto no está capacitado para ejercer ninguna libertad; primero debe ser curado o instruido.[19]
Así se subestima la importancia de aquello que sí nos da la democracia liberal, que es un orden político reglamentado, aceptado por todos, que discurre pacíficamente. Una vez más, se lo da por supuesto. No se valora adecuadamente su capacidad para evitar las desgracias que resultan de su ausencia, como ocurre por ejemplo en el Medio Oriente. Es posible, claro, que el orden político no sea heroico, sino conservador, pero cuando falta... Sin reglas de actuación política, desaparece el respeto entre los ciudadanos, y la vida se hace insoportable: todos los conceptos que tenemos de una vida agradable pierden sentido. Cuando el gobierno encarcela a los opositores y les impide representar sus derechos constitucionales, la existencia de éstos, la de sus parientes y amigos, y en parte la de todos los demás, se vuelve horrible. En tal caso, cualquier avance socioeconómico pierde interés y pasa a un segundo lugar. Y lo que recobra el primer plano es lo elemental, la supervivencia, la lucha por el respeto y la libertad.
La democracia se halla aislada respecto de la esfera socioeconómica, tiene una condición superestructural, no es el resultado de determinadas condiciones materiales, sino una cristalización ética. No es un medio (por ejemplo, para garantizar las demás libertades de las que hemos hablado en este documento), sino un fin en sí mismo.
La democracia no es más, pero tampoco menos, que un conjunto de disposiciones que permiten que los distintos, los desiguales, coexistan en paz. Quizá no sea el paraíso, pero en cambio, y esto tiene más importancia, no es el infierno. Ahora bien, en su seno siempre estará presente la tentación de tratar de construirlo. Porque, como suele decirse, “cuando se comienza a construir el paraíso, al final se termina haciendo el infierno”. Y solo la democracia puede conjurar –en los dos sentidos de la palabra– este destino.
[1] Cfr., entre muchos otros textos, Anthony Giddens, Un mundo desbocado – Los efectos de la globalización en nuestras vidas, Madrid, Taurus, 2000; así como Ralf Dahrendorf y Antonio Polito, Después de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2003, y Gianfranco Pasquino, La democracia exigente, Buenos Aires, FCE, 1999.
[2] Francois Furet, El pasado de una ilusión – Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, FCE, 1996.
[3] Benedetto Croce, citado por Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, Buenos Aires, Taurus, 2003.
[4] Friedrich A. Hayek (1944), Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, [Ed. española de 2000].
[5] La diferenciación entre libertad “negativa” y “positiva” es, como se sabe, un aporte de Isaiah Berlin (1969), “Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza Universidad, [Ed. española de 2004].
* El cambio de términos, de “libertad” a “derecho”, implica que la libertad misma, y su ejercicio, son reconocidos por el ordenamiento social.
[6] Op. cit.
[7] John Stuart Mill,
* Nótese que esta conclusión antidogmática se formuló dos siglo antes de que el “fin de las ideologías” y el pos-modernismo la volvieran de uso corriente.
[8] Ralf Dahrendorf y Darío Antiseri, El hilo de la razón, Buenos Aires, FCE, 1998.
[9] Michael Oakeshott, La política de la fe y la política del escepticismo, México, FCE, 1998.
[10] Berlin, op. cit.
[11] Op. cit.
[12] Pasquino, op. cit.
[13] Sartori, op. cit.
[14] Cfr., por ejemplo, Álvaro García Linera, “¿Qué es la democracia?”, en García Linera et. al, Pluriverso – Teoría política boliviana, La Paz, Comuna/Muela del Diablo Editores, 2001.
[15] Fernando Molina, Crítica de las ideas políticas de la nueva izquierda boliviana, La Paz, Eureka, 2002.
[16] Charles E. Lindblom, Democracia y sistema de mecado, México, FCE, 1999.
[17] Op. cit.
[18] Que a veces se formula dentro de la facción democrática, como por ejemplo hace el PNUD, La democracia en América Latina, Lima, Aguilar, 2004.
[19] Molina, op.cit.

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