¿Cuál es la evaluación que usted tiene de las relaciones bilaterales entre Bolivia y Chile, considerando el manejo que le dieron la presidente Michelle Bachelet y el Presidente Evo Morales?
Yo soy optimista por naturaleza, así que siempre celebro el diálogo, las buenas maneras y, sobre todo, la diplomacia presidencial inteligente y de bajo perfil.
Ojala ambos presidentes tengan la valentía necesaria, asuman los costos políticos que implicaría una negociación futura y, sobre todo, estén dispuestos a ceder (no hay negociación posible sin eso).
¿Quién hubiera creído hace unos años que el mayor acercamiento entre ambos gobiernos -después del "abrazo de Charaña" entre Banzer y Pinochet-, lo iba a protagonizar en estos meses un indígena y una mujer que sacaron de sus mangas sutilezas florentinas?
¿Cuánto ha avanzado la agenda bilateral de 13 puntos acordada por ambos gobiernos?
Las conversaciones recién se inician. Hay temas más sencillos que otros… pero no nos engañemos. Mientras no se discutan los problemas esenciales, mientras no se le ponga el cascabel al gato, siempre veremos esos acercamientos como preliminares.
¿El diálogo bilateral comercial está sujeto al restablecimiento pleno de las relaciones diplomáticas?
No sería prudente, sobre todo de nuestra parte.
¿De acuerdo a la formación estudiantil y diplomática que recibió usted, Qué posición tiene sobre la demanda boliviana de reintegración marítima?
Yo amo profundamente ambos países. Antes que los estudios de secundaria o mi formación profesional, mis afectos fundamentales (los que realmente valen la pena) están repartidos entre Bolivia -que para mí no es un concepto nacionalista sino lugares y personas entrañables-; y Chile, donde nació la persona más importante de mi vida, mi hijo Ismael. Entenderá entonces que quiero que ambos países se entiendan y se complementen.
¿Usted cree que ambos países podrían profundizar su relación comercial, si se considera que son complementarios? Y si es así, ¿en qué temas?
Creo que el agua, la energía y la tecnología se convierten en fundamentales a la hora de pensar en una relación realista, seria y de futuro entre ambos países.
Ojala que dentro de unos años Bolivia vendiera gas a Chile, pero también manufacturas (sobre los que habrá que negociar con inteligencia), y ojala que Chile le transfiriera a Bolivia innovación, tecnología e información que tanta falta hacen.
¿Cuál es la lectura que tiene Chile sobre la diplomacia de los pueblos?
Chile no es una entelequia, como no lo es Bolivia. El gobierno tiene una opinión, los partidos de oposición otra, los diferentes sectores de la sociedad chilena (los pocos que conocen esa abstracción), su propio punto de vista, en fin.
Ahora bien, en el ámbito diplomático se hace una lectura respetuosa, pero a nivel más informal se la considera un gesto más bien discursivo.
¿Cómo percibe la opinión pública la actual relación entre Bolivia y Chile a la perspectiva del diálogo bilateral?
La visión negativa que tienen sectores importantes de la población de ambos países es una realidad, no nos engañemos. Hay fuertes dosis de xenofobia, nacionalismo y racismo a ambos lados de la frontera, y esa es una combinación explosiva y peligrosa. Por eso la importancia que tienen los liderazgos responsables, fuertes de amplio respaldo como el de Evo Morales o Michelle Bachelet. Ellos no sólo tienen la posibilidad sino la responsabilidad de hacer que ambos pueblos superen su distanciamiento a través de lo que algunos analistas llaman “educación presidencial”.
¿Cómo analiza el acto conjunto que realizarán el próximo 10 de abril en Calama para rendir homenaje a Eduardo Abaroa?
Fantástico, todos estos gestos son importantes... No nos olvidemos que Abaroa es nuestro máximo héroe, pero también tiene descendientes en Chile que lo recuerdan y le rendirán homenaje. ¡Qué paradoja!
Ese acto, las visitas de militares y políticos, su asistencia a actos protocolares, el diálogo… ¡hasta las vacaciones en Arica de los pequeños sectores que pueden darse ese lujo en Bolivia!.. Todas esas cosas suman.
¿Existe una posibilidad real de que Chile decida reincorporar el tema energético en el diálogo sobre la reivindicación marítima?
Chile necesita energía y mucha, pero no cederá soberanía a cambio de ella. Quién lo crea de otra manera está mintiéndose a sí mismo. La energía es una condicionante del crecimiento chileno, pero precisamente por eso la obtendrá en otros mercados; el mundo globalizado así lo permite.
Nadie en Chile, ningún político ni ningún ciudadano, está dispuesto a caer en ese juego infantil: "Si me das, te doy… si no nada".
Cambiemos la perspectiva. Se deben conversar paralelamente sobre ambos temas sin complejos pero también sin ingenuidad.
La guerra más trágica
El 23 de marzo Bolivia conmemora la Guerra del Pacífico, la más trágica de la que fue protagonista (aunque no la más cruenta: faltaría medio siglo todavía para eso, y sería con Paraguay, en el Chaco). Pero la de 1879 fue la más importante porque ocasionó no sólo pérdidas territoriales sino un enclaustramiento marítimo que generó una transformación cultural que afecta aún hoy la idiosincrasia de nosotros, los bolivianos. Aunque sea difícil de entender para quienes no conocen el país, no es un tema olvidado y añejo, sino uno de los pilares de nuestro imaginario colectivo (lamentablemente, construido en base a demagogia política y militar, pero esa es otra historia).
Es un día también en el que se recuerdan frases heroicas (esas que uno nunca sabrá si realmente fueron pronunciadas, pero que son parte de cualquier mitología). Se dice que cuando las tropas chilenas exigieron la rendición del máximo héroe boliviano, Eduardo Abaroa, recibieron por respuesta: "¿Rendirme yo? ¡Que se rinda su abuela, carajo!". Menos poética que la de Arturo Prat pero igual de trágica.
Pero no nos equivoquemos, no hay grandeza en las guerras (o ésta se camufla cobardemente entre el nacionalismo y la literatura). Las guerras significan dolor y muerte, y dejan heridas difíciles de restañar. Pocas veces los involucrados se dotan de la valentía necesaria, asumen las pérdidas, tienen realismo político y, sobre todo, se muestran dispuestos a ceder. Entre bolivianos y chilenos, 128 años después, parecerían no haber nacido aún los hombres y mujeres dispuestos a esos sacrificios.
Hace unos años, muchos pensaban en Chile que Sánchez de Lozada, el pragmático, o Carlos Mesa, el intelectual, eran capaces de enfrentar el problema. Pocos se imaginaron que el primero sería incapaz de concluir su periodo, o que el segundo terminaría pateando el tablero y promoviendo un plebiscito vinculante en el cual se aprobó la muletilla de "gas por mar". A la inversa, ¿quién hubiera creído en ese entonces que el mayor acercamiento entre ambos gobiernos -después del "abrazo de Charaña" entre Hugo Banzer y Augusto Pinochet-, lo iba a protagonizar en estos meses un indígena y una mujer que sacaron de sus mangas sutilezas florentinas? Después de todo, siempre queda la esperanza.
Este 23 de marzo en toda Bolivia se realizarán los tradicionales desfiles cívico-militares al que íbamos los estudiantes uniformados, cuando creíamos -ingenuos- que existían buenos y malos en la historia, que el gris era para días graves, de lluvia. Quizá haya manifestaciones multitudinarias, documentales por TV o discursos conciliadores, quién lo sabe. Pero de seguro no faltarán salteñas, helados ni algodón de dulce… o la ilusión de ver a hermosas guaripoleras haciendo piruetas ante el público, o los trajes gastados, pero limpios y recién planchados de los excombatientes que aún quedan de otras guerras más recientes.
El mar es y seguirá siendo parte indisoluble de la cultura boliviana, una piedra en el zapato, una asignatura pendiente, el personaje preferido de Bram Stoker, aquel que puede morir por siglos, pero que por cualquier motivo, aún el más inesperado (hasta por una dulce gota de sangre), resucita y vuelve a morder el cuello de todos nosotros, sus víctimas.
Sergio Molina es boliviano y tiene un hijo chileno
Es un día también en el que se recuerdan frases heroicas (esas que uno nunca sabrá si realmente fueron pronunciadas, pero que son parte de cualquier mitología). Se dice que cuando las tropas chilenas exigieron la rendición del máximo héroe boliviano, Eduardo Abaroa, recibieron por respuesta: "¿Rendirme yo? ¡Que se rinda su abuela, carajo!". Menos poética que la de Arturo Prat pero igual de trágica.
Pero no nos equivoquemos, no hay grandeza en las guerras (o ésta se camufla cobardemente entre el nacionalismo y la literatura). Las guerras significan dolor y muerte, y dejan heridas difíciles de restañar. Pocas veces los involucrados se dotan de la valentía necesaria, asumen las pérdidas, tienen realismo político y, sobre todo, se muestran dispuestos a ceder. Entre bolivianos y chilenos, 128 años después, parecerían no haber nacido aún los hombres y mujeres dispuestos a esos sacrificios.
Hace unos años, muchos pensaban en Chile que Sánchez de Lozada, el pragmático, o Carlos Mesa, el intelectual, eran capaces de enfrentar el problema. Pocos se imaginaron que el primero sería incapaz de concluir su periodo, o que el segundo terminaría pateando el tablero y promoviendo un plebiscito vinculante en el cual se aprobó la muletilla de "gas por mar". A la inversa, ¿quién hubiera creído en ese entonces que el mayor acercamiento entre ambos gobiernos -después del "abrazo de Charaña" entre Hugo Banzer y Augusto Pinochet-, lo iba a protagonizar en estos meses un indígena y una mujer que sacaron de sus mangas sutilezas florentinas? Después de todo, siempre queda la esperanza.
Este 23 de marzo en toda Bolivia se realizarán los tradicionales desfiles cívico-militares al que íbamos los estudiantes uniformados, cuando creíamos -ingenuos- que existían buenos y malos en la historia, que el gris era para días graves, de lluvia. Quizá haya manifestaciones multitudinarias, documentales por TV o discursos conciliadores, quién lo sabe. Pero de seguro no faltarán salteñas, helados ni algodón de dulce… o la ilusión de ver a hermosas guaripoleras haciendo piruetas ante el público, o los trajes gastados, pero limpios y recién planchados de los excombatientes que aún quedan de otras guerras más recientes.
El mar es y seguirá siendo parte indisoluble de la cultura boliviana, una piedra en el zapato, una asignatura pendiente, el personaje preferido de Bram Stoker, aquel que puede morir por siglos, pero que por cualquier motivo, aún el más inesperado (hasta por una dulce gota de sangre), resucita y vuelve a morder el cuello de todos nosotros, sus víctimas.
Sergio Molina es boliviano y tiene un hijo chileno
Espacios de libertad (Fernando Molina)
Espacios de libertad
Mercado, estado de derecho y democracia
Fernando Molina, escritor y ensayista boliviano
1. Liberalismo
Desde 1989, el horizonte intelectual del mundo occidental y de otras áreas del plantea ha quedado marcado por el triunfo de la democracia frente a los regímenes totalitarios. Hoy, el debate político está acotado por la democracia, que se considera la mejor forma de gobierno, y en torno a ella se formulan la mayor parte de los programas políticos. Incluso durante estos últimos años que comienza a entrar en crisis, la democracia es el único ideal político universal, sin competencia explícita.[1]
Este éxito, sin embargo, no debe malinterpretarse. No hay que confundirlo, por ejemplo, con una victoria del liberalismo, sea que lo concibamos en su acepción económica o en su significado político. Por el contrario, resulta evidente que el nuevo siglo ha traído muchas alternativas, instaladas todavía en el marco común de la democracia, a la economía y los planteamientos políticos liberales. Lo que implica que “democracia” y “liberalismo” no son sinónimos, aunque a veces nos parezca difícil diferenciar ambos conceptos.
Estamos, claro, ante palabras polisémicas y ambiguas, que designan escuelas políticas, cuya historia suele ser intrincada, y al mismo tiempo valores sobre los que nunca se deja de discrepar. En especial “liberalismo” es una palabra incómoda, que se usa con distintos significados en diferentes lugares, y que siempre requiere de precisiones. “Liberal” en Estados Unidos quiere decir “de izquierda”, mientras que en Europa sirve para designar a la derecha, y en América Latina incluso a la ultra derecha. Dentro de nuestro continente puede evocar, además, a los partidos liberales nativos que actuaron en el siglo pasado, muchos de los cuales no se distinguían de sus rivales conservadores (es decir, de las oligarquías basadas en la explotación semi feudal de la tierra) más que por la hora a la que sus líderes iban a misa. Por otra parte, lo normal es que aquí “liberal” remita al campo de la economía, y, en no pocos casos, directamente al capitalismo del laissez faire.
¿Cómo deberíamos entender “liberalismo”, entonces? En primer lugar, dividido en dos partes: liberalismo económico y político. En Estados Unidos, por ejemplo, algunos estadistas son partidarios irrestrictos de la libertad de mercado, pero en política defienden posiciones conservadoras, apelando a la tradición y la comunidad para luchar contra el individualismo. En Europa, a la inversa, muchos defienden las libertades individuales al punto de aprobar el matrimonio gay, para poner un caso, pero en economía son partidarios de un fuerte control estatal. Es necesario discriminar, por tanto, a qué clase de liberalismo nos estamos refiriendo.
En ambos planos, sin embargo, esta corriente ideológica se caracteriza por dirimir de una manera peculiar la lucha entre los dos grandes valores modernos que puso en puja la Revolución Francesa, la libertad y la igualdad.[2] La respuesta del liberalismo a la oposición de ambos ideales, que considera inconciliables, es la primacía de la libertad, aun a sabiendas de que ella produce desigualdad (y por tanto termina creando una aristocracia, una élite del dinero y una élite del poder).[3] Pero supone el liberalismo que, insistimos, descartada la utopía de un mundo perfecto, a la vez libre e igualitario, la salida por la que opta es preferible a la opuesta, a una sociedad que, para asegurarse de que todos sus componentes alcancen la igualdad, termina destruyendo las bases de su prosperidad e incluso de su supervivencia –mecanismos como la competencia, la movilidad y la adaptación, todo aquello que ha convertido al hombre en el mayor éxito evolutivo.
Veamos primero cómo opera este razonamiento en el campo económico. Desde siempre han existido, en este plano, hombres libres y otros que no lo son, o que lo son mucho menos. Esto, por supuesto, está en el origen del crónico malestar social. Tanto unos como otros han llegado a su condición por sangre o por patrimonio, es decir, por la desigualdad prevaleciente. Quien pretenda cambiar las cosas, logrando una extensión de la libertad y por tanto una mayor armonía social, debe eliminar las desigualdades de sangre y de patrimonio. Lo primero se logró en gran parte –en el mundo occidental– con las revoluciones de los siglos dieciocho y diecinueve en contra del ancien regimen, a las que tan estrechamente está asociado el liberalismo. Esto ha significado un formidable incremento de la libertad humana. Sin embargo, para que éste fuera completo, habría que eliminar también la desigualdad patrimonial, nivelando la propiedad de todos los seres humanos. Y esto fue lo que se propuso, en efecto, una segunda ola de revoluciones, dirigidas en el siglo veinte por la ideología que llegó a convertirse en el peor enemigo del liberalismo, el comunismo. A primera vista, el ideario de esta corriente parece ser la lucha radical por la libertad, mediante la completa supresión del factor que la menoscaba en menor o mayor medida, la desigualdad económica. Postula, por tanto, un mundo nuevo en el que por fin se logre tanto la libertad más completa como la igualdad plena, un mundo de reconciliación de los dos principales valores modernos. Sin embargo, como ya hemos dicho, el liberalismo no cree que tal mundo sea posible. Puede decirse que su principal diferencia con el comunismo es la comprensión de esta imposibilidad. En principio, el liberalismo quisiera que la libertad económica de todos los hombres fuera idéntica, y por eso simpatiza con el proyecto de eliminar los obstáculos que se interponen ante tal objetivo. De ahí su clásica oposición a los privilegios extraeconómicos que afectan el funcionamiento de la economía, como la discriminación por razones de sangre, ya mencionada, y también la manipulación política de la actividad económica, a favor de uno u otro sector, que en determinados momentos ha identificado y combatido con los nombres de “intervencionismo”, “mercantilismo”, “capitalismo de camarilla” y “rentismo”. Sin embargo, el liberalismo no considera que las diferencias de propiedad –aunque se puedan considerar perjudiciales para el pleno ejercicio de la libertad– tengan un carácter extraeconómico. Al contrario, para él son el resultado más peculiar de la libre actividad económica desarrollada por los individuos. Su eliminación, por tanto, así fuera en nombre de la obtención de una mayor libertad, terminaría en los hechos en una significativa reducción de ésta. En efecto, de hecho implicaría la cancelación de una libertad en vigencia de la mayor importancia: la libertad de enriquecerse. Bajo el comunismo, nadie podría hacerlo para no romper el equilibrio igualitario que se pretendería establecer. Pero esto no sería más que el comienzo. Eliminado el incentivo del enriquecimiento, ¿cómo funcionaría la economía?, es decir, ¿qué impulsaría a las personas a esforzarse, a competir, a innovar, si, tanto si lo hicieran como si no, el resultado sería el mismo: la igualdad? Responder a esta pregunta con afirmaciones como “la cultura” o “el compromiso” de las personas involucradas no parece convincente, ni aun a largo plazo. A corto plazo, por supuesto, ni siquiera pueden tomarse en cuenta. Para el liberalismo tampoco es cierto que, como piensan algunos, la riqueza ya está ahí, y lo único que hace falta es repartirla. La supuesta plétora de la sociedad de la que no seríamos concientes por el efecto distorsionante de las relaciones sociales es mitológica. De modo que, para imponer el reino de la igualdad, la dirección de la economía tendría que encomendarse a un grupo particularmente motivado, a una elite que planificara el curso de la actividad colectiva, y que estimulara a los demás a dar más de sí, esperando que, con la mejora de las condiciones generales, esto último se haga innecesario en el futuro. Pues bien, en tal caso se reproduciría la situación por la que unos hombres son más libres que los otros. Y en circunstancias todavía peores, porque unos supondrían, además, que los otros deben obedecer estrictamente sus órdenes, por el bien de la humanidad. Siendo este el supuesto, lo probable sería que quienes conformaran la elite dirigente no fueran los mejores, sino los más aptos para la obediencia, primero, y para el mando, después, capacidades que distan de ser virtudes humanitarias. Por esta vía, los peores terminarían mandando, y la lucha por la igualdad y la libertad perfectas se convertiría en la cancelación de ambas: anulación de la libertad económica, aparición de una élite de “peores”, y, por tanto, desigualdad entre jefes que supervisan a los demás y subordinados que los obedecen. Este y no otro ha sido el resultado de todas las revoluciones comunistas.[4]
Por eso el liberalismo rechaza la búsqueda de la igualdad económica plena, la considera destructiva para la sociedad. En algunos casos tolera, en otros admite y en algunos pocos exalta la diferenciación, respecto a la base social, de una élite adinerada, de una moderna aristocracia, que con su actividad, su ejemplo y los impuestos que genera funciona como el “motor” del avance colectivo. Ahora bien, a partir de este punto se abre un espacio con múltiples bifurcaciones. Solo algunos liberales creen que simplemente se debe “dejar hacer” a esta élite. Los demás comprenden la necesidad de limitar su libertad, de modo que se preserve la libertad de los demás. Esto requiere una legislación que desautorice ciertas posibilidades de acción, redistribuya la riqueza y defienda a los débiles, impidiendo que la sociedad quede a meced del más fuerte. Los liberales poseen distintas visiones de lo que estas reglas de juego deben ser; puede decirse que ésta es una de sus principales fuentes de discordia y división. En algunos casos tienden hacia el permisivismo, en otros, hacia el proteccionismo, y cada corriente piensa que la suya es la mejor forma de asegurar el desarrollo y la seguridad colectivos. De uno u otro modo, lo cierto es que los propios liberales admiten y aun impulsan decididamente menguas de distinto tipo a la libertad. (Esto los diferencia de libertarios más radicales como los anarquistas). Sin embargo, hay un punto en el que todos coinciden, pues su inobservancia sería incompatible con su pertenencia a esta escuela de pensamiento. Es el siguiente: las personas no pueden perder sus libertades más allá de cierto grado sin ser despojadas también de su condición humana, sin ser aniquiladas. Aunque el liberalismo se caracteriza por su realismo, pues descarta la pretensión de lograr la libertad completa para todos, y admite los recortes que provienen irremediablemente de la desigualdad económica, así como de la necesidad de impedir que la libertad de unos dañe la libertad de otros, no acepta bajo ningún concepto, así fuera en nombre de alguna libertad de tipo “positivo”, de naturaleza colectiva, definida de otra forma, etc.,[5] que los otros (es decir, en los hechos, el Estado) elimine –o limite profundamente– el derecho de propiedad.* La diferenciación más sencilla y realista que puede hacerse, entonces, entre comunismo y liberalismo es la siguiente: el primero intenta nivelar la propiedad para asegurar la igualdad social, y por tanto dotar de una idéntica dignidad a todos. El segundo, en cambio, opina que sin el derecho de propiedad (ejercido con algunas limitaciones legales) la libertad económica y con ella la misma dignidad humana serían inconcebibles.
Por eso lo que está en juego cuando se afecta del derecho de propiedad tiene un alcance mayor y afecta al conjunto de la doctrina. Incluso los liberales que defienden una política económica intervencionista y planificadora, y que por tanto combaten el liberalismo permisivo, deben aliarse con éste cuando lo que se pone en riesgo es el derecho de propiedad. La propiedad provee una base se sustentación a las otras libertades básicas. Al mismo tiempo, como es obvio, el núcleo de libertades que el liberalismo considera irrenunciables no se agota en la propiedad, incluye también las libertades de pensamiento y expresión, y el respeto a la honra, la intimidad y la vida privada.
Todo esto hace imprescindible que pasemos del liberalismo económico a su homólogo político. ¿En qué consiste, dicho en una frase, el liberalismo político? En la defensa de este núcleo de libertades, que acabamos de enumerar, frente a cualquier injerencia y coerción externa, sobre todo proveniente del Estado.
¿Y por que el liberalismo sostiene que una intervención en este núcleo de libertades resulta inaceptable? En lugar de ser libres para seguir nuestro propio criterio, muchas veces equivocado, en todos estos asuntos, ¿no sería mejor adoptar una línea de conducta comprobadamente acertada, fijada con arreglo a alguna clase de parámetro racional, como la experiencia acumulada por los más aptos, o el conocimiento de los líderes, o las definiciones de la ciencia? ¿No podría el Estado, por una u otra vía, llegar a encarnar alguna verdad indiscutible, que no valiera la pena cuestionar, y a la que lo más inteligente y provechoso sería plegarse?
La respuesta clásica a estas preguntas, formulada, como se sabe, por John Stuar Mill, se resume así en la obra de otro pensador clave del liberalismo, Isaiah Berlin:
“Según Mill, ¿qué es lo que hacía que fuese tan sagrada la protección de la libertad individual? En su famosos ensayo nos dice que, a menos que se deje vivir a los hombres como quieran, ‘de manera que su vida solo concierna a ellos mismos’, la civilización no podrá avanzar, la verdad no podrá salir a la luz por faltar una comunicación libre de ideas, y no habrá ninguna oportunidad para la espontaneidad, la originalidad, el genio, la energía mental y el valor moral… ‘Todos los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos consejos y las advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que representa permitir a otros que le reduzcan a lo que ellos creen que es bueno”.[6]
En otras palabras, estar en lo correcto no autoriza ni justifica que uno obligue a otro –que en cambio está equivocado– a hacer “lo que realmente le conviene”. En primer lugar, por lo siguiente: no hay forma de obtener una plena seguridad de que aquello que hoy se considera errado no vaya a ser todo lo contrario en el futuro.[7] Antes no se aceptaba que las mujeres estudiaran, y ahora el impedírselo nos parece inadmisible. Y esto ha estado ocurriendo todo el tiempo en la historia de la humanidad.*
Sin embargo, el liberalismo sólo es relativista hasta cierto punto. La ciencia tiene la capacidad de obtener conocimientos verdaderos, que deben ser tomados en cuenta por la ética. Por ejemplo, es posible saber, más allá de duda, que la ablación del clítoris de algunas niñas musulmanas es una costumbre médica y moralmente condenable. Debe ser prohibida y perseguida.
No ocurre lo mismo, sin embargo, con todas las conductas. En realidad, no hay una razón por la que debamos tratar de saber la verdad (esto es, lo que es correcto) sobre todos los asuntos humanos. Hay una importante zona de opacidad, que debe mantenerse así, ambigua.[8] Un intento de elaborar un código de comportamiento detallado y totalizador es en sí mismo antiliberal.
Sería muy peligroso que algún tipo de élite que portara con gran determinación una convicción cualquiera, sea ésta verdadera o no, intentara dictaminar lo que el resto debe hacer o no hacer en todos los campos. Más temprano que tarde, una uniformización así produciría un estancamiento del pensamiento social.
Si no podemos ni debemos saber la verdad sobre todo, en consecuencia nuestro deber es abstenernos de intervenir en aquello que hacen los otros en provecho o daño propio (aunque podemos prohibirles hacer daño a los demás, sobre todo a la libertad de los demás). Tal es el primer principio del liberalismo político. Estamos, pues, ante un pensamiento escéptico, que no concibe al poder como un medio para obtener la felicidad de sus conciudadanos,[9] sino como un instrumento para protegerlos de coacciones dañinas y defender sus libertades –instrumento que requiere, sin embargo, emplear a su vez una cierta coacción contra quienes, en su propio despliegue individual, atropellen la libertad del conjunto social.
Esto nos da una clara información acerca del régimen político que prefiere y que corresponde mejor con el liberalismo político, asunto que desarrollaremos en el siguiente apartado.
2. Estado de derecho y democracia
De todo lo que llevamos dicho podemos concluir lo siguiente: ninguna corriente ideológica moderna deja de lado el ideal de la libertad. Lo que diferencia al liberalismo de las otras posiciones es su concepción, clásicamente descrita como una concepción “negativa”, de la libertad. “Libertad” para el liberalismo no es la utopía de que todos seamos igualmente libres (y por tanto simplemente iguales), sino la conservación sin mengua de un mínimo de libertades. Esta es una concepción “negativa”, porque no propone que se haga algo determinado y virtuoso con esas libertades que se defienden.[10] Las ideologías colectivistas, en cambio, proponen el sacrificio de las libertades personales (y sobre todo de la libertad económica) en aras de la utopía de la plena libertad (o libertad “positiva”), entendida no solamente como ausencia de coerción, sino como “capacidad para actuar” –partiendo de que no es lo mismo que no exista impedimento alguno para viajar que disponer del dinero para hacerlo–; algo que en última instancia remite a una radical distribución de la propiedad.
Esta diferencia se plasma, en la práctica, en la propuesta de dos distintos “estados de derecho”, es decir, de dos legislaciones y sistemas institucionales distintos. El estado de derecho inspirado en el liberalismo (que es el de casi todos los países occidentales y occidentalizados) está construido para garantizar el derecho de los ciudadanos a rechazar (de ahí el adjetivo “negativo” que se aplica en este caso) a quienes, armados de una u otra fe, pretenden mostrarles el “verdadero camino”. Esta centrado en asegurar la independencia de las personas, la cual, por supuesto, sólo es una palabra vacía sin el derecho de propiedad. Porque un hombre sin propiedad, pero sobre todo sin derecho a poseer, nunca podría ser independiente de los demás.
Por su parte, el estado de derecho colectivista trata de impedir los efectos de desigualdad que resultan constantemente de la actividad económica, es decir, coacciona a los ciudadanos para que su conducta corresponda con sus “verdaderos intereses”, que no son los egoístas de la vida cotidiana sino los dictados por una causa superior: la libertad “positiva”, “real” o plena de toda la sociedad. Como escribe Berlin,[11] en tal caso se supone la existencia de dos “yo” sociales; uno que actúa simplemente, sin conciencia de sus propias necesidades, y otro que puede mirar más allá de lo inmediato, de una forma estratégica, podría decirse (y que está representado por una élite “consciente” o por el gobierno). En el estado de derecho colectivista, es este segundo “yo” el que prima –a veces de manera feroz– sobre el segundo.
Ahora bien, como ya dijimos, desde 1989 (por ponerle una fecha), este segundo modelo legal e institucional está acabado. El estado de derecho colectivista sólo perdura en algunos pocos países, y vive sujeto a múltiples reformas que seguramente lo transformarán. La lucha política, por tanto, se desarrolla completamente dentro de sistemas estatales que son liberales o semi liberales, lo que tiene importantes consecuencias en un conjunto de áreas.
Como producto de esto, las alternativas al liberalismo ya no son tan radicales como el comunismo y también consideran algunas libertades, inclusive el derecho de propiedad, como intangibles. Pero las corrientes críticas no dejan de denunciar que se trata de libertades meramente “formales”, pues no están acompañadas de las posibilidades reales de ejercerlas, de una distribución igualitaria de los recursos. Apuestan estas corrientes, entonces, por la “libertad real” y por pasar de los derechos personales y civiles a los “derechos económicos y sociales”, en otras palabras, apuestan porque el ordenamiento social ofrezca una cierta igualdad. Y confluyen en una única y gran tendencia en pro de la redistribución de la riqueza social. La cual, como ya sabemos, no es incompatible con el liberalismo (es decir, el liberalismo no está obligado a combatirla por principio) mientras no se extreme al punto de lograr la igualación de los ciudadanos a costa de las libertades de éstos. Sin embargo, a menudo esta tendencia se convierte en un problema para el estado de derecho liberal, porque menosprecia y ataca las instituciones y las leyes sobre las que el mismo se levanta, con el argumento de que no son suficientemente justas. Y, efectivamente, se trata de instituciones y leyes que en última instancia permiten la desigualdad “real”, vale decir, socioeconómica, porque su propósito no es eliminarla. Estas instituciones, por tanto, se dan por supuestas, y se las ve anodinas respecto a los auténticos desafíos contemporáneos. Sin embargo, como veremos en el siguiente apartado, esto no es así: son instituciones vitales para mantener el orden social del que nos beneficiamos todos, inclusive los críticos del estado de derecho liberal.
Pero donde actualmente se libra la batalla más fragorosa entre igualdad y libertad no es en el terreno de la “libertad real”, sino en el de la forma de Estado y de gobierno, en el Campo de Marte de la democracia. Veamos por ejemplo esta cita:
“Criticar la democracia parece haberse convertido… en una industria provechosa. Sólo obtiene audiencia quien argumenta o bien simplemente afirma, que la democracia no funciona, que está vacía, en especial si es (era) de izquierda.”[12]
Y esto no es casual. Etimológica e históricamente, “democracia” está asociada con “igualdad”, el derecho idéntico de todos los ciudadanos a participar en el gobierno de su ciudad, mediante su elección como autoridades o juzgando las políticas ejecutadas por sus dirigentes. Gobierno, por tanto, del demos, de la mayoría. De ahí que siempre se procure –y en muchos casos se logre, hipertrofiando el principio mayoritario– oponer democracia y liberalismo.[13] Para ello se denuncia un hecho del que ya hemos hablado: la libertad económica tiende a engendrar aristocracias, es decir, élites ricas y exitosas, poseedoras de recursos suficientes como para influir en el proceso político, en algunos casos de forma determinante, disminuyendo así, e incluso sustituyendo, el principio mayoritario. En consecuencia, se busca una democracia en contra de esta aristocracia; una democracia desvinculada del mercado, pues de ahí es de donde surge, se sabe, el poder aristocrático; una democracia sin élites, en la que el principio mayoritario se cumpla directamente, prescindiendo de representantes y mediaciones; en la que, en definitiva, todos gocen de la misma capacidad política y se materialice el poder del pueblo.
Esta es la democracia que se denomina, últimamente, “participativa”, “constituyente” o “socialismo del siglo veintinuo”.[14]
Salta a la vista que no solo nos pone ante la necesidad de reformar el sistema democrático tal como lo conocemos, sino que, una vez más, nos conduce al proyecto de igualar socio-económicamente a la sociedad, con todas las consecuencias ya descritas en el apartado anterior. Eliminar la aristocracia contemporánea requeriría anular su libertad de enriquecerse (y de adquirir poder gracias a eso), y exigiría por tanto la amputación o una grave mutilación del derecho de propiedad. Por eso solo es un planteamiento puramente teórico, retórico incluso. Llevado a la realidad, implicaría una reincidencia en el comunismo. Por otra parte, la imposibilidad de prescindir de las élites políticas es todavía más evidente. Toda organización, toda actividad de carácter público, incluso la más elemental, como los trabajos comunales, requieren de gente especializada en representar y dirigir –y, si son más complejas y continuas, de una burocracia.
Por estas razones, el liberalismo no concibe la democracia desde un punto de vista histórico o etimológico, y soslaya el principio mayoritario. Podría decirse que también hace una definición negativa de la democracia.[15] No tanto “el gobierno de la mayoría” (aunque en parte sí, por supuesto), sino “el sistema que impide el gobierno de los peores”, pues “exige la alternancia pacífica en el poder”, y, sobre todo, el que “ofrece un sistema de garantías (separación de poderes, checks and balances, libertades individuales y civiles, leyes e instituciones abiertas y respetadas) que asegura el pluralismo en todas las áreas de la vida social, la existencia y la protección de las minorías, fueran del tipo de que fueran, la más amplia posibilidad de disidencia, y toda actividad de oposición y aun de rebelión que se desarrolle en el marco de las leyes”. En una palabra, el sistema aquel que “es justamente lo opuesto a una tiranía”.
Esta es la concepción liberal de la democracia, o “democracia liberal”.
3. El vínculo de las libertades
Es tiempo de relacionar los distintos conceptos con los que hemos trabajado y que, de alguna forma, ya se han ido entretejiendo. La libertad económica se expresa, sobre todo, en una compleja invención humana: el sistema de precios, que proviene del intercambio entre personas, pero personas que, en general, son propietarias de lo que venden y compran. El sistema de precios, pues, posibilita el intercambio entre propietarios. Por eso cuando hablamos de “mercado” estamos hablando también, implícitamente, de propiedad, de la existencia de un conjunto suficientemente grande de propietarios, y de un estado de derecho que los acoge y los protege. Todo esto que se vuelve bastante impreciso y precario en los sistemas comunistas.
La existencia o no de un sistema de precios, con todo lo que implica, es, por tanto, el parámetro crucial para evaluar la libertad económica de una sociedad, mucho más que el saber si la propiedad de las principales empresas productoras tiene carácter privado o público.[16]
El sistema de precios es hasta ahora la mejor (¿por qué no decir la única?) creación humana útil para asignar los recursos disponibles entre aquellos que concurren a la actividad económica. Es completamente imposible sustituir las incontables orientaciones económicas que proporciona diariamente por los proveídos de una central de planificación, como puede observarse ahora mismo en los países comunistas sobrevivientes, que no han podido hacerlo. Lo que ocurre en ellos, entonces, es que conservan parcialmente el sistema de precios, pero su legislación y sus instituciones no lo favorecen. Se produce, en consecuencia, un cotidiano choque entre una muy recortada libertad de mercado y un estado de derecho autoritario, inhibidor de la iniciativa privada, orientado a impedir el surgimiento de una élite económica que compita con la aristocracia política existente (misión de vigilancia a la que queda reducido el original principio de igualdad socioeconómica) .
Aunque parezca increíble, hay gente dentro de los países liberales, a veces la mayoría de la población, que sigue admirando y emulando este modelo, una y otra vez, y siempre por las mismas motivaciones: para acabar con las viejas élites (así se las reemplace por otras), para obtener la verdadera libertad (que, paradójicamente, comienza a “lograrse” con la destrucción de las libertades formales, pero reales de las que ya se gozaba), y para asegurar la completa igualdad (aunque al final solo se consiga que todos sean igualmente pobres –porque sin incentivos la economía no funciona–, con la notable excepción de los encargados de hacer cumplir el proyecto igualitario). Escenificación trágica: en nombre de la libertad se prohíbe y se limita; en nombre de la igualdad se empobrece y se causa desdicha.
De lo dicho se desprende que el vínculo entre mercado y estado de derecho es indisoluble. En cambio, el lazo que une a éstos con la democracia (liberal) resulta más débil. En principio, una sociedad que garantice la libertad económica con las instituciones y leyes adecuadas, y que no sea democrática, es perfectamente posible. Encontramos ejemplos por montones: China, los países del este asiáticos, algunos árabes, etc. Esto prueba, como dice Lindblom, que mercado y democracia son “animales distintos”.[17]
La peculiaridad de la democracia liberal reside en que sus límites son estrictamente políticos. Por eso resulta erróneo, como hacen sus críticos, exigirle frutos socioeconómicos –sacar a los pobres de la pobreza, por ejemplo–, para después, una vez que se compruebe que nos los ha dado –porque no puede hacerlo–, decretar su “insuficiencia”, su “superficialidad”, y proponer alternativas como las que se ha señalado más arriba. Este argumento, que podemos denominar “eficientista”, [18] nos conduce más pronto que tarde a exaltar a los regímenes no democráticos que, como los ya mencionados, tienen éxito económico; o incluso a defender a los sistemas comunistas que, pese a su desastre económico, y por su concentración obsesiva en la igualdad, han logrado éxitos significativos en la provisión de algunos servicios sociales, como la salud y la educación. ‘Mejor que esta democracia (liberal) que no provee igualdad socioeconómica –se piensa, y a veces se dice–, sería una dictadura popular que, aunque cancelara las libertades individuales y civiles, nos ofrezca a cambio la verdadera libertad”. Pues es obvio que un hombre enfermo o un analfabeto no está capacitado para ejercer ninguna libertad; primero debe ser curado o instruido.[19]
Así se subestima la importancia de aquello que sí nos da la democracia liberal, que es un orden político reglamentado, aceptado por todos, que discurre pacíficamente. Una vez más, se lo da por supuesto. No se valora adecuadamente su capacidad para evitar las desgracias que resultan de su ausencia, como ocurre por ejemplo en el Medio Oriente. Es posible, claro, que el orden político no sea heroico, sino conservador, pero cuando falta... Sin reglas de actuación política, desaparece el respeto entre los ciudadanos, y la vida se hace insoportable: todos los conceptos que tenemos de una vida agradable pierden sentido. Cuando el gobierno encarcela a los opositores y les impide representar sus derechos constitucionales, la existencia de éstos, la de sus parientes y amigos, y en parte la de todos los demás, se vuelve horrible. En tal caso, cualquier avance socioeconómico pierde interés y pasa a un segundo lugar. Y lo que recobra el primer plano es lo elemental, la supervivencia, la lucha por el respeto y la libertad.
La democracia se halla aislada respecto de la esfera socioeconómica, tiene una condición superestructural, no es el resultado de determinadas condiciones materiales, sino una cristalización ética. No es un medio (por ejemplo, para garantizar las demás libertades de las que hemos hablado en este documento), sino un fin en sí mismo.
La democracia no es más, pero tampoco menos, que un conjunto de disposiciones que permiten que los distintos, los desiguales, coexistan en paz. Quizá no sea el paraíso, pero en cambio, y esto tiene más importancia, no es el infierno. Ahora bien, en su seno siempre estará presente la tentación de tratar de construirlo. Porque, como suele decirse, “cuando se comienza a construir el paraíso, al final se termina haciendo el infierno”. Y solo la democracia puede conjurar –en los dos sentidos de la palabra– este destino.
[1] Cfr., entre muchos otros textos, Anthony Giddens, Un mundo desbocado – Los efectos de la globalización en nuestras vidas, Madrid, Taurus, 2000; así como Ralf Dahrendorf y Antonio Polito, Después de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2003, y Gianfranco Pasquino, La democracia exigente, Buenos Aires, FCE, 1999.
[2] Francois Furet, El pasado de una ilusión – Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, FCE, 1996.
[3] Benedetto Croce, citado por Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, Buenos Aires, Taurus, 2003.
[4] Friedrich A. Hayek (1944), Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, [Ed. española de 2000].
[5] La diferenciación entre libertad “negativa” y “positiva” es, como se sabe, un aporte de Isaiah Berlin (1969), “Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza Universidad, [Ed. española de 2004].
* El cambio de términos, de “libertad” a “derecho”, implica que la libertad misma, y su ejercicio, son reconocidos por el ordenamiento social.
[6] Op. cit.
[7] John Stuart Mill,
* Nótese que esta conclusión antidogmática se formuló dos siglo antes de que el “fin de las ideologías” y el pos-modernismo la volvieran de uso corriente.
[8] Ralf Dahrendorf y Darío Antiseri, El hilo de la razón, Buenos Aires, FCE, 1998.
[9] Michael Oakeshott, La política de la fe y la política del escepticismo, México, FCE, 1998.
[10] Berlin, op. cit.
[11] Op. cit.
[12] Pasquino, op. cit.
[13] Sartori, op. cit.
[14] Cfr., por ejemplo, Álvaro García Linera, “¿Qué es la democracia?”, en García Linera et. al, Pluriverso – Teoría política boliviana, La Paz, Comuna/Muela del Diablo Editores, 2001.
[15] Fernando Molina, Crítica de las ideas políticas de la nueva izquierda boliviana, La Paz, Eureka, 2002.
[16] Charles E. Lindblom, Democracia y sistema de mecado, México, FCE, 1999.
[17] Op. cit.
[18] Que a veces se formula dentro de la facción democrática, como por ejemplo hace el PNUD, La democracia en América Latina, Lima, Aguilar, 2004.
[19] Molina, op.cit.
Mercado, estado de derecho y democracia
Fernando Molina, escritor y ensayista boliviano
1. Liberalismo
Desde 1989, el horizonte intelectual del mundo occidental y de otras áreas del plantea ha quedado marcado por el triunfo de la democracia frente a los regímenes totalitarios. Hoy, el debate político está acotado por la democracia, que se considera la mejor forma de gobierno, y en torno a ella se formulan la mayor parte de los programas políticos. Incluso durante estos últimos años que comienza a entrar en crisis, la democracia es el único ideal político universal, sin competencia explícita.[1]
Este éxito, sin embargo, no debe malinterpretarse. No hay que confundirlo, por ejemplo, con una victoria del liberalismo, sea que lo concibamos en su acepción económica o en su significado político. Por el contrario, resulta evidente que el nuevo siglo ha traído muchas alternativas, instaladas todavía en el marco común de la democracia, a la economía y los planteamientos políticos liberales. Lo que implica que “democracia” y “liberalismo” no son sinónimos, aunque a veces nos parezca difícil diferenciar ambos conceptos.
Estamos, claro, ante palabras polisémicas y ambiguas, que designan escuelas políticas, cuya historia suele ser intrincada, y al mismo tiempo valores sobre los que nunca se deja de discrepar. En especial “liberalismo” es una palabra incómoda, que se usa con distintos significados en diferentes lugares, y que siempre requiere de precisiones. “Liberal” en Estados Unidos quiere decir “de izquierda”, mientras que en Europa sirve para designar a la derecha, y en América Latina incluso a la ultra derecha. Dentro de nuestro continente puede evocar, además, a los partidos liberales nativos que actuaron en el siglo pasado, muchos de los cuales no se distinguían de sus rivales conservadores (es decir, de las oligarquías basadas en la explotación semi feudal de la tierra) más que por la hora a la que sus líderes iban a misa. Por otra parte, lo normal es que aquí “liberal” remita al campo de la economía, y, en no pocos casos, directamente al capitalismo del laissez faire.
¿Cómo deberíamos entender “liberalismo”, entonces? En primer lugar, dividido en dos partes: liberalismo económico y político. En Estados Unidos, por ejemplo, algunos estadistas son partidarios irrestrictos de la libertad de mercado, pero en política defienden posiciones conservadoras, apelando a la tradición y la comunidad para luchar contra el individualismo. En Europa, a la inversa, muchos defienden las libertades individuales al punto de aprobar el matrimonio gay, para poner un caso, pero en economía son partidarios de un fuerte control estatal. Es necesario discriminar, por tanto, a qué clase de liberalismo nos estamos refiriendo.
En ambos planos, sin embargo, esta corriente ideológica se caracteriza por dirimir de una manera peculiar la lucha entre los dos grandes valores modernos que puso en puja la Revolución Francesa, la libertad y la igualdad.[2] La respuesta del liberalismo a la oposición de ambos ideales, que considera inconciliables, es la primacía de la libertad, aun a sabiendas de que ella produce desigualdad (y por tanto termina creando una aristocracia, una élite del dinero y una élite del poder).[3] Pero supone el liberalismo que, insistimos, descartada la utopía de un mundo perfecto, a la vez libre e igualitario, la salida por la que opta es preferible a la opuesta, a una sociedad que, para asegurarse de que todos sus componentes alcancen la igualdad, termina destruyendo las bases de su prosperidad e incluso de su supervivencia –mecanismos como la competencia, la movilidad y la adaptación, todo aquello que ha convertido al hombre en el mayor éxito evolutivo.
Veamos primero cómo opera este razonamiento en el campo económico. Desde siempre han existido, en este plano, hombres libres y otros que no lo son, o que lo son mucho menos. Esto, por supuesto, está en el origen del crónico malestar social. Tanto unos como otros han llegado a su condición por sangre o por patrimonio, es decir, por la desigualdad prevaleciente. Quien pretenda cambiar las cosas, logrando una extensión de la libertad y por tanto una mayor armonía social, debe eliminar las desigualdades de sangre y de patrimonio. Lo primero se logró en gran parte –en el mundo occidental– con las revoluciones de los siglos dieciocho y diecinueve en contra del ancien regimen, a las que tan estrechamente está asociado el liberalismo. Esto ha significado un formidable incremento de la libertad humana. Sin embargo, para que éste fuera completo, habría que eliminar también la desigualdad patrimonial, nivelando la propiedad de todos los seres humanos. Y esto fue lo que se propuso, en efecto, una segunda ola de revoluciones, dirigidas en el siglo veinte por la ideología que llegó a convertirse en el peor enemigo del liberalismo, el comunismo. A primera vista, el ideario de esta corriente parece ser la lucha radical por la libertad, mediante la completa supresión del factor que la menoscaba en menor o mayor medida, la desigualdad económica. Postula, por tanto, un mundo nuevo en el que por fin se logre tanto la libertad más completa como la igualdad plena, un mundo de reconciliación de los dos principales valores modernos. Sin embargo, como ya hemos dicho, el liberalismo no cree que tal mundo sea posible. Puede decirse que su principal diferencia con el comunismo es la comprensión de esta imposibilidad. En principio, el liberalismo quisiera que la libertad económica de todos los hombres fuera idéntica, y por eso simpatiza con el proyecto de eliminar los obstáculos que se interponen ante tal objetivo. De ahí su clásica oposición a los privilegios extraeconómicos que afectan el funcionamiento de la economía, como la discriminación por razones de sangre, ya mencionada, y también la manipulación política de la actividad económica, a favor de uno u otro sector, que en determinados momentos ha identificado y combatido con los nombres de “intervencionismo”, “mercantilismo”, “capitalismo de camarilla” y “rentismo”. Sin embargo, el liberalismo no considera que las diferencias de propiedad –aunque se puedan considerar perjudiciales para el pleno ejercicio de la libertad– tengan un carácter extraeconómico. Al contrario, para él son el resultado más peculiar de la libre actividad económica desarrollada por los individuos. Su eliminación, por tanto, así fuera en nombre de la obtención de una mayor libertad, terminaría en los hechos en una significativa reducción de ésta. En efecto, de hecho implicaría la cancelación de una libertad en vigencia de la mayor importancia: la libertad de enriquecerse. Bajo el comunismo, nadie podría hacerlo para no romper el equilibrio igualitario que se pretendería establecer. Pero esto no sería más que el comienzo. Eliminado el incentivo del enriquecimiento, ¿cómo funcionaría la economía?, es decir, ¿qué impulsaría a las personas a esforzarse, a competir, a innovar, si, tanto si lo hicieran como si no, el resultado sería el mismo: la igualdad? Responder a esta pregunta con afirmaciones como “la cultura” o “el compromiso” de las personas involucradas no parece convincente, ni aun a largo plazo. A corto plazo, por supuesto, ni siquiera pueden tomarse en cuenta. Para el liberalismo tampoco es cierto que, como piensan algunos, la riqueza ya está ahí, y lo único que hace falta es repartirla. La supuesta plétora de la sociedad de la que no seríamos concientes por el efecto distorsionante de las relaciones sociales es mitológica. De modo que, para imponer el reino de la igualdad, la dirección de la economía tendría que encomendarse a un grupo particularmente motivado, a una elite que planificara el curso de la actividad colectiva, y que estimulara a los demás a dar más de sí, esperando que, con la mejora de las condiciones generales, esto último se haga innecesario en el futuro. Pues bien, en tal caso se reproduciría la situación por la que unos hombres son más libres que los otros. Y en circunstancias todavía peores, porque unos supondrían, además, que los otros deben obedecer estrictamente sus órdenes, por el bien de la humanidad. Siendo este el supuesto, lo probable sería que quienes conformaran la elite dirigente no fueran los mejores, sino los más aptos para la obediencia, primero, y para el mando, después, capacidades que distan de ser virtudes humanitarias. Por esta vía, los peores terminarían mandando, y la lucha por la igualdad y la libertad perfectas se convertiría en la cancelación de ambas: anulación de la libertad económica, aparición de una élite de “peores”, y, por tanto, desigualdad entre jefes que supervisan a los demás y subordinados que los obedecen. Este y no otro ha sido el resultado de todas las revoluciones comunistas.[4]
Por eso el liberalismo rechaza la búsqueda de la igualdad económica plena, la considera destructiva para la sociedad. En algunos casos tolera, en otros admite y en algunos pocos exalta la diferenciación, respecto a la base social, de una élite adinerada, de una moderna aristocracia, que con su actividad, su ejemplo y los impuestos que genera funciona como el “motor” del avance colectivo. Ahora bien, a partir de este punto se abre un espacio con múltiples bifurcaciones. Solo algunos liberales creen que simplemente se debe “dejar hacer” a esta élite. Los demás comprenden la necesidad de limitar su libertad, de modo que se preserve la libertad de los demás. Esto requiere una legislación que desautorice ciertas posibilidades de acción, redistribuya la riqueza y defienda a los débiles, impidiendo que la sociedad quede a meced del más fuerte. Los liberales poseen distintas visiones de lo que estas reglas de juego deben ser; puede decirse que ésta es una de sus principales fuentes de discordia y división. En algunos casos tienden hacia el permisivismo, en otros, hacia el proteccionismo, y cada corriente piensa que la suya es la mejor forma de asegurar el desarrollo y la seguridad colectivos. De uno u otro modo, lo cierto es que los propios liberales admiten y aun impulsan decididamente menguas de distinto tipo a la libertad. (Esto los diferencia de libertarios más radicales como los anarquistas). Sin embargo, hay un punto en el que todos coinciden, pues su inobservancia sería incompatible con su pertenencia a esta escuela de pensamiento. Es el siguiente: las personas no pueden perder sus libertades más allá de cierto grado sin ser despojadas también de su condición humana, sin ser aniquiladas. Aunque el liberalismo se caracteriza por su realismo, pues descarta la pretensión de lograr la libertad completa para todos, y admite los recortes que provienen irremediablemente de la desigualdad económica, así como de la necesidad de impedir que la libertad de unos dañe la libertad de otros, no acepta bajo ningún concepto, así fuera en nombre de alguna libertad de tipo “positivo”, de naturaleza colectiva, definida de otra forma, etc.,[5] que los otros (es decir, en los hechos, el Estado) elimine –o limite profundamente– el derecho de propiedad.* La diferenciación más sencilla y realista que puede hacerse, entonces, entre comunismo y liberalismo es la siguiente: el primero intenta nivelar la propiedad para asegurar la igualdad social, y por tanto dotar de una idéntica dignidad a todos. El segundo, en cambio, opina que sin el derecho de propiedad (ejercido con algunas limitaciones legales) la libertad económica y con ella la misma dignidad humana serían inconcebibles.
Por eso lo que está en juego cuando se afecta del derecho de propiedad tiene un alcance mayor y afecta al conjunto de la doctrina. Incluso los liberales que defienden una política económica intervencionista y planificadora, y que por tanto combaten el liberalismo permisivo, deben aliarse con éste cuando lo que se pone en riesgo es el derecho de propiedad. La propiedad provee una base se sustentación a las otras libertades básicas. Al mismo tiempo, como es obvio, el núcleo de libertades que el liberalismo considera irrenunciables no se agota en la propiedad, incluye también las libertades de pensamiento y expresión, y el respeto a la honra, la intimidad y la vida privada.
Todo esto hace imprescindible que pasemos del liberalismo económico a su homólogo político. ¿En qué consiste, dicho en una frase, el liberalismo político? En la defensa de este núcleo de libertades, que acabamos de enumerar, frente a cualquier injerencia y coerción externa, sobre todo proveniente del Estado.
¿Y por que el liberalismo sostiene que una intervención en este núcleo de libertades resulta inaceptable? En lugar de ser libres para seguir nuestro propio criterio, muchas veces equivocado, en todos estos asuntos, ¿no sería mejor adoptar una línea de conducta comprobadamente acertada, fijada con arreglo a alguna clase de parámetro racional, como la experiencia acumulada por los más aptos, o el conocimiento de los líderes, o las definiciones de la ciencia? ¿No podría el Estado, por una u otra vía, llegar a encarnar alguna verdad indiscutible, que no valiera la pena cuestionar, y a la que lo más inteligente y provechoso sería plegarse?
La respuesta clásica a estas preguntas, formulada, como se sabe, por John Stuar Mill, se resume así en la obra de otro pensador clave del liberalismo, Isaiah Berlin:
“Según Mill, ¿qué es lo que hacía que fuese tan sagrada la protección de la libertad individual? En su famosos ensayo nos dice que, a menos que se deje vivir a los hombres como quieran, ‘de manera que su vida solo concierna a ellos mismos’, la civilización no podrá avanzar, la verdad no podrá salir a la luz por faltar una comunicación libre de ideas, y no habrá ninguna oportunidad para la espontaneidad, la originalidad, el genio, la energía mental y el valor moral… ‘Todos los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos consejos y las advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que representa permitir a otros que le reduzcan a lo que ellos creen que es bueno”.[6]
En otras palabras, estar en lo correcto no autoriza ni justifica que uno obligue a otro –que en cambio está equivocado– a hacer “lo que realmente le conviene”. En primer lugar, por lo siguiente: no hay forma de obtener una plena seguridad de que aquello que hoy se considera errado no vaya a ser todo lo contrario en el futuro.[7] Antes no se aceptaba que las mujeres estudiaran, y ahora el impedírselo nos parece inadmisible. Y esto ha estado ocurriendo todo el tiempo en la historia de la humanidad.*
Sin embargo, el liberalismo sólo es relativista hasta cierto punto. La ciencia tiene la capacidad de obtener conocimientos verdaderos, que deben ser tomados en cuenta por la ética. Por ejemplo, es posible saber, más allá de duda, que la ablación del clítoris de algunas niñas musulmanas es una costumbre médica y moralmente condenable. Debe ser prohibida y perseguida.
No ocurre lo mismo, sin embargo, con todas las conductas. En realidad, no hay una razón por la que debamos tratar de saber la verdad (esto es, lo que es correcto) sobre todos los asuntos humanos. Hay una importante zona de opacidad, que debe mantenerse así, ambigua.[8] Un intento de elaborar un código de comportamiento detallado y totalizador es en sí mismo antiliberal.
Sería muy peligroso que algún tipo de élite que portara con gran determinación una convicción cualquiera, sea ésta verdadera o no, intentara dictaminar lo que el resto debe hacer o no hacer en todos los campos. Más temprano que tarde, una uniformización así produciría un estancamiento del pensamiento social.
Si no podemos ni debemos saber la verdad sobre todo, en consecuencia nuestro deber es abstenernos de intervenir en aquello que hacen los otros en provecho o daño propio (aunque podemos prohibirles hacer daño a los demás, sobre todo a la libertad de los demás). Tal es el primer principio del liberalismo político. Estamos, pues, ante un pensamiento escéptico, que no concibe al poder como un medio para obtener la felicidad de sus conciudadanos,[9] sino como un instrumento para protegerlos de coacciones dañinas y defender sus libertades –instrumento que requiere, sin embargo, emplear a su vez una cierta coacción contra quienes, en su propio despliegue individual, atropellen la libertad del conjunto social.
Esto nos da una clara información acerca del régimen político que prefiere y que corresponde mejor con el liberalismo político, asunto que desarrollaremos en el siguiente apartado.
2. Estado de derecho y democracia
De todo lo que llevamos dicho podemos concluir lo siguiente: ninguna corriente ideológica moderna deja de lado el ideal de la libertad. Lo que diferencia al liberalismo de las otras posiciones es su concepción, clásicamente descrita como una concepción “negativa”, de la libertad. “Libertad” para el liberalismo no es la utopía de que todos seamos igualmente libres (y por tanto simplemente iguales), sino la conservación sin mengua de un mínimo de libertades. Esta es una concepción “negativa”, porque no propone que se haga algo determinado y virtuoso con esas libertades que se defienden.[10] Las ideologías colectivistas, en cambio, proponen el sacrificio de las libertades personales (y sobre todo de la libertad económica) en aras de la utopía de la plena libertad (o libertad “positiva”), entendida no solamente como ausencia de coerción, sino como “capacidad para actuar” –partiendo de que no es lo mismo que no exista impedimento alguno para viajar que disponer del dinero para hacerlo–; algo que en última instancia remite a una radical distribución de la propiedad.
Esta diferencia se plasma, en la práctica, en la propuesta de dos distintos “estados de derecho”, es decir, de dos legislaciones y sistemas institucionales distintos. El estado de derecho inspirado en el liberalismo (que es el de casi todos los países occidentales y occidentalizados) está construido para garantizar el derecho de los ciudadanos a rechazar (de ahí el adjetivo “negativo” que se aplica en este caso) a quienes, armados de una u otra fe, pretenden mostrarles el “verdadero camino”. Esta centrado en asegurar la independencia de las personas, la cual, por supuesto, sólo es una palabra vacía sin el derecho de propiedad. Porque un hombre sin propiedad, pero sobre todo sin derecho a poseer, nunca podría ser independiente de los demás.
Por su parte, el estado de derecho colectivista trata de impedir los efectos de desigualdad que resultan constantemente de la actividad económica, es decir, coacciona a los ciudadanos para que su conducta corresponda con sus “verdaderos intereses”, que no son los egoístas de la vida cotidiana sino los dictados por una causa superior: la libertad “positiva”, “real” o plena de toda la sociedad. Como escribe Berlin,[11] en tal caso se supone la existencia de dos “yo” sociales; uno que actúa simplemente, sin conciencia de sus propias necesidades, y otro que puede mirar más allá de lo inmediato, de una forma estratégica, podría decirse (y que está representado por una élite “consciente” o por el gobierno). En el estado de derecho colectivista, es este segundo “yo” el que prima –a veces de manera feroz– sobre el segundo.
Ahora bien, como ya dijimos, desde 1989 (por ponerle una fecha), este segundo modelo legal e institucional está acabado. El estado de derecho colectivista sólo perdura en algunos pocos países, y vive sujeto a múltiples reformas que seguramente lo transformarán. La lucha política, por tanto, se desarrolla completamente dentro de sistemas estatales que son liberales o semi liberales, lo que tiene importantes consecuencias en un conjunto de áreas.
Como producto de esto, las alternativas al liberalismo ya no son tan radicales como el comunismo y también consideran algunas libertades, inclusive el derecho de propiedad, como intangibles. Pero las corrientes críticas no dejan de denunciar que se trata de libertades meramente “formales”, pues no están acompañadas de las posibilidades reales de ejercerlas, de una distribución igualitaria de los recursos. Apuestan estas corrientes, entonces, por la “libertad real” y por pasar de los derechos personales y civiles a los “derechos económicos y sociales”, en otras palabras, apuestan porque el ordenamiento social ofrezca una cierta igualdad. Y confluyen en una única y gran tendencia en pro de la redistribución de la riqueza social. La cual, como ya sabemos, no es incompatible con el liberalismo (es decir, el liberalismo no está obligado a combatirla por principio) mientras no se extreme al punto de lograr la igualación de los ciudadanos a costa de las libertades de éstos. Sin embargo, a menudo esta tendencia se convierte en un problema para el estado de derecho liberal, porque menosprecia y ataca las instituciones y las leyes sobre las que el mismo se levanta, con el argumento de que no son suficientemente justas. Y, efectivamente, se trata de instituciones y leyes que en última instancia permiten la desigualdad “real”, vale decir, socioeconómica, porque su propósito no es eliminarla. Estas instituciones, por tanto, se dan por supuestas, y se las ve anodinas respecto a los auténticos desafíos contemporáneos. Sin embargo, como veremos en el siguiente apartado, esto no es así: son instituciones vitales para mantener el orden social del que nos beneficiamos todos, inclusive los críticos del estado de derecho liberal.
Pero donde actualmente se libra la batalla más fragorosa entre igualdad y libertad no es en el terreno de la “libertad real”, sino en el de la forma de Estado y de gobierno, en el Campo de Marte de la democracia. Veamos por ejemplo esta cita:
“Criticar la democracia parece haberse convertido… en una industria provechosa. Sólo obtiene audiencia quien argumenta o bien simplemente afirma, que la democracia no funciona, que está vacía, en especial si es (era) de izquierda.”[12]
Y esto no es casual. Etimológica e históricamente, “democracia” está asociada con “igualdad”, el derecho idéntico de todos los ciudadanos a participar en el gobierno de su ciudad, mediante su elección como autoridades o juzgando las políticas ejecutadas por sus dirigentes. Gobierno, por tanto, del demos, de la mayoría. De ahí que siempre se procure –y en muchos casos se logre, hipertrofiando el principio mayoritario– oponer democracia y liberalismo.[13] Para ello se denuncia un hecho del que ya hemos hablado: la libertad económica tiende a engendrar aristocracias, es decir, élites ricas y exitosas, poseedoras de recursos suficientes como para influir en el proceso político, en algunos casos de forma determinante, disminuyendo así, e incluso sustituyendo, el principio mayoritario. En consecuencia, se busca una democracia en contra de esta aristocracia; una democracia desvinculada del mercado, pues de ahí es de donde surge, se sabe, el poder aristocrático; una democracia sin élites, en la que el principio mayoritario se cumpla directamente, prescindiendo de representantes y mediaciones; en la que, en definitiva, todos gocen de la misma capacidad política y se materialice el poder del pueblo.
Esta es la democracia que se denomina, últimamente, “participativa”, “constituyente” o “socialismo del siglo veintinuo”.[14]
Salta a la vista que no solo nos pone ante la necesidad de reformar el sistema democrático tal como lo conocemos, sino que, una vez más, nos conduce al proyecto de igualar socio-económicamente a la sociedad, con todas las consecuencias ya descritas en el apartado anterior. Eliminar la aristocracia contemporánea requeriría anular su libertad de enriquecerse (y de adquirir poder gracias a eso), y exigiría por tanto la amputación o una grave mutilación del derecho de propiedad. Por eso solo es un planteamiento puramente teórico, retórico incluso. Llevado a la realidad, implicaría una reincidencia en el comunismo. Por otra parte, la imposibilidad de prescindir de las élites políticas es todavía más evidente. Toda organización, toda actividad de carácter público, incluso la más elemental, como los trabajos comunales, requieren de gente especializada en representar y dirigir –y, si son más complejas y continuas, de una burocracia.
Por estas razones, el liberalismo no concibe la democracia desde un punto de vista histórico o etimológico, y soslaya el principio mayoritario. Podría decirse que también hace una definición negativa de la democracia.[15] No tanto “el gobierno de la mayoría” (aunque en parte sí, por supuesto), sino “el sistema que impide el gobierno de los peores”, pues “exige la alternancia pacífica en el poder”, y, sobre todo, el que “ofrece un sistema de garantías (separación de poderes, checks and balances, libertades individuales y civiles, leyes e instituciones abiertas y respetadas) que asegura el pluralismo en todas las áreas de la vida social, la existencia y la protección de las minorías, fueran del tipo de que fueran, la más amplia posibilidad de disidencia, y toda actividad de oposición y aun de rebelión que se desarrolle en el marco de las leyes”. En una palabra, el sistema aquel que “es justamente lo opuesto a una tiranía”.
Esta es la concepción liberal de la democracia, o “democracia liberal”.
3. El vínculo de las libertades
Es tiempo de relacionar los distintos conceptos con los que hemos trabajado y que, de alguna forma, ya se han ido entretejiendo. La libertad económica se expresa, sobre todo, en una compleja invención humana: el sistema de precios, que proviene del intercambio entre personas, pero personas que, en general, son propietarias de lo que venden y compran. El sistema de precios, pues, posibilita el intercambio entre propietarios. Por eso cuando hablamos de “mercado” estamos hablando también, implícitamente, de propiedad, de la existencia de un conjunto suficientemente grande de propietarios, y de un estado de derecho que los acoge y los protege. Todo esto que se vuelve bastante impreciso y precario en los sistemas comunistas.
La existencia o no de un sistema de precios, con todo lo que implica, es, por tanto, el parámetro crucial para evaluar la libertad económica de una sociedad, mucho más que el saber si la propiedad de las principales empresas productoras tiene carácter privado o público.[16]
El sistema de precios es hasta ahora la mejor (¿por qué no decir la única?) creación humana útil para asignar los recursos disponibles entre aquellos que concurren a la actividad económica. Es completamente imposible sustituir las incontables orientaciones económicas que proporciona diariamente por los proveídos de una central de planificación, como puede observarse ahora mismo en los países comunistas sobrevivientes, que no han podido hacerlo. Lo que ocurre en ellos, entonces, es que conservan parcialmente el sistema de precios, pero su legislación y sus instituciones no lo favorecen. Se produce, en consecuencia, un cotidiano choque entre una muy recortada libertad de mercado y un estado de derecho autoritario, inhibidor de la iniciativa privada, orientado a impedir el surgimiento de una élite económica que compita con la aristocracia política existente (misión de vigilancia a la que queda reducido el original principio de igualdad socioeconómica) .
Aunque parezca increíble, hay gente dentro de los países liberales, a veces la mayoría de la población, que sigue admirando y emulando este modelo, una y otra vez, y siempre por las mismas motivaciones: para acabar con las viejas élites (así se las reemplace por otras), para obtener la verdadera libertad (que, paradójicamente, comienza a “lograrse” con la destrucción de las libertades formales, pero reales de las que ya se gozaba), y para asegurar la completa igualdad (aunque al final solo se consiga que todos sean igualmente pobres –porque sin incentivos la economía no funciona–, con la notable excepción de los encargados de hacer cumplir el proyecto igualitario). Escenificación trágica: en nombre de la libertad se prohíbe y se limita; en nombre de la igualdad se empobrece y se causa desdicha.
De lo dicho se desprende que el vínculo entre mercado y estado de derecho es indisoluble. En cambio, el lazo que une a éstos con la democracia (liberal) resulta más débil. En principio, una sociedad que garantice la libertad económica con las instituciones y leyes adecuadas, y que no sea democrática, es perfectamente posible. Encontramos ejemplos por montones: China, los países del este asiáticos, algunos árabes, etc. Esto prueba, como dice Lindblom, que mercado y democracia son “animales distintos”.[17]
La peculiaridad de la democracia liberal reside en que sus límites son estrictamente políticos. Por eso resulta erróneo, como hacen sus críticos, exigirle frutos socioeconómicos –sacar a los pobres de la pobreza, por ejemplo–, para después, una vez que se compruebe que nos los ha dado –porque no puede hacerlo–, decretar su “insuficiencia”, su “superficialidad”, y proponer alternativas como las que se ha señalado más arriba. Este argumento, que podemos denominar “eficientista”, [18] nos conduce más pronto que tarde a exaltar a los regímenes no democráticos que, como los ya mencionados, tienen éxito económico; o incluso a defender a los sistemas comunistas que, pese a su desastre económico, y por su concentración obsesiva en la igualdad, han logrado éxitos significativos en la provisión de algunos servicios sociales, como la salud y la educación. ‘Mejor que esta democracia (liberal) que no provee igualdad socioeconómica –se piensa, y a veces se dice–, sería una dictadura popular que, aunque cancelara las libertades individuales y civiles, nos ofrezca a cambio la verdadera libertad”. Pues es obvio que un hombre enfermo o un analfabeto no está capacitado para ejercer ninguna libertad; primero debe ser curado o instruido.[19]
Así se subestima la importancia de aquello que sí nos da la democracia liberal, que es un orden político reglamentado, aceptado por todos, que discurre pacíficamente. Una vez más, se lo da por supuesto. No se valora adecuadamente su capacidad para evitar las desgracias que resultan de su ausencia, como ocurre por ejemplo en el Medio Oriente. Es posible, claro, que el orden político no sea heroico, sino conservador, pero cuando falta... Sin reglas de actuación política, desaparece el respeto entre los ciudadanos, y la vida se hace insoportable: todos los conceptos que tenemos de una vida agradable pierden sentido. Cuando el gobierno encarcela a los opositores y les impide representar sus derechos constitucionales, la existencia de éstos, la de sus parientes y amigos, y en parte la de todos los demás, se vuelve horrible. En tal caso, cualquier avance socioeconómico pierde interés y pasa a un segundo lugar. Y lo que recobra el primer plano es lo elemental, la supervivencia, la lucha por el respeto y la libertad.
La democracia se halla aislada respecto de la esfera socioeconómica, tiene una condición superestructural, no es el resultado de determinadas condiciones materiales, sino una cristalización ética. No es un medio (por ejemplo, para garantizar las demás libertades de las que hemos hablado en este documento), sino un fin en sí mismo.
La democracia no es más, pero tampoco menos, que un conjunto de disposiciones que permiten que los distintos, los desiguales, coexistan en paz. Quizá no sea el paraíso, pero en cambio, y esto tiene más importancia, no es el infierno. Ahora bien, en su seno siempre estará presente la tentación de tratar de construirlo. Porque, como suele decirse, “cuando se comienza a construir el paraíso, al final se termina haciendo el infierno”. Y solo la democracia puede conjurar –en los dos sentidos de la palabra– este destino.
[1] Cfr., entre muchos otros textos, Anthony Giddens, Un mundo desbocado – Los efectos de la globalización en nuestras vidas, Madrid, Taurus, 2000; así como Ralf Dahrendorf y Antonio Polito, Después de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2003, y Gianfranco Pasquino, La democracia exigente, Buenos Aires, FCE, 1999.
[2] Francois Furet, El pasado de una ilusión – Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, FCE, 1996.
[3] Benedetto Croce, citado por Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, Buenos Aires, Taurus, 2003.
[4] Friedrich A. Hayek (1944), Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, [Ed. española de 2000].
[5] La diferenciación entre libertad “negativa” y “positiva” es, como se sabe, un aporte de Isaiah Berlin (1969), “Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza Universidad, [Ed. española de 2004].
* El cambio de términos, de “libertad” a “derecho”, implica que la libertad misma, y su ejercicio, son reconocidos por el ordenamiento social.
[6] Op. cit.
[7] John Stuart Mill,
* Nótese que esta conclusión antidogmática se formuló dos siglo antes de que el “fin de las ideologías” y el pos-modernismo la volvieran de uso corriente.
[8] Ralf Dahrendorf y Darío Antiseri, El hilo de la razón, Buenos Aires, FCE, 1998.
[9] Michael Oakeshott, La política de la fe y la política del escepticismo, México, FCE, 1998.
[10] Berlin, op. cit.
[11] Op. cit.
[12] Pasquino, op. cit.
[13] Sartori, op. cit.
[14] Cfr., por ejemplo, Álvaro García Linera, “¿Qué es la democracia?”, en García Linera et. al, Pluriverso – Teoría política boliviana, La Paz, Comuna/Muela del Diablo Editores, 2001.
[15] Fernando Molina, Crítica de las ideas políticas de la nueva izquierda boliviana, La Paz, Eureka, 2002.
[16] Charles E. Lindblom, Democracia y sistema de mecado, México, FCE, 1999.
[17] Op. cit.
[18] Que a veces se formula dentro de la facción democrática, como por ejemplo hace el PNUD, La democracia en América Latina, Lima, Aguilar, 2004.
[19] Molina, op.cit.
Carrera (armamentista) a ninguna parte
Probablemente el presidente Evo Morales anuncie en algunas semanas más la compra de aviones de guerra. Por lo menos así informaron a La Tercera altos oficiales de las Fuerzas Armadas bolivianas antes de iniciar un viaje por diversos países del mundo en procura de encontrar la oferta más atractiva.
Los argentinos son más originales, se les ha ocurrido cambiar su doctrina militar por una denominada "La guerra por los recursos" y sólo el 2007 gastarán 100 millones de dólares en el afán. Las Fuerzas Armadas chilenas, gracias al cobre, nunca compraron tantas armas como ahora; y las del Perú se prestarán 650 millones de dólares para rearmar al ejército. Más al norte, en Colombia, Alvaro Uribe gastará cuatro mil millones de dólares en material bélico; mientras que la guinda para esta torta, Venezuela, anunció la próxima llegada de nueve submarinos, miles de fusiles kalashnikov, además de una franquicia de la famosa marca rusa para producirlos y exportarlos. Hugo Chávez, que en los últimos años gastó en armas casi como China, Pakistán e Irán, es sindicado por el Director Nacional de Inteligencia de los EEUU de ser el autor de esta escalada millonaria. Y él se confiesa culpable porque, dice, tiene que defenderse precisamente, de sus acusadores.
Uno no debería ser alarmista, además, todos los países son soberanos para decidir qué y cuándo comprar, pero basta con leer estas noticias para preguntarse por qué los latinoamericanos somos incapaces de cumplir las Metas del Milenio de la ONU, pero sí estamos siempre prestos para gastar en sables y fusiles.
Sobre todo cuando en los últimos años habíamos tenido buenas noticias: el SIPRI, un instituto sueco que informa sobre el comercio de armas, afirmaba que en la última década América Latina había bajado su gasto militar y era la región del mundo que destinaba menor porcentaje de su PIB a la guerra: menos del 1,4% (con excepción de Chile, Perú y Venezuela).
En medio de este panorama concluyó hace unos días la Cumbre del Grupo de Río, el más político de la infinidad de encuentros multilaterales que hay entre Presidentes -y si bien muchos observadores la calificaron como un fiasco-, los presidentes de Argentina, Brasil, Chile y México expresaron su deseo de retomar el liderazgo regional, lo que ha sido interpretado como una respuesta a Venezuela y los países que se alinean con ella.
Sin embargo, lo que nadie explicó todavía es cómo los líderes mencionados -todos respetables y con muy buenas intenciones-, lograrán hacerlo. Chávez tiene una receta probada y bien financiada (además de una retórica e imaginación que parecen inagotables); la de los otros aún no se conoce (y merece el beneficio de la duda), pero todos esperamos que sea más imaginativa que la decidida por EEUU, que intenta una hazaña similar a través de la actual gira del Presidente norteamericano por la región.
Mientras tanto, Chávez está de shopping en uno de los mercados más cotizados del mundo (3% del PIB mundial)? Y también de gira (cuándo no): encabezará multitudinarias protestas contra Bush en la Argentina de Néstor Kirchner, a lado del boliviano Evo Morales. Esa si que es globalización.
Politólogo. Analista de Imaginaccion Consultores
Los argentinos son más originales, se les ha ocurrido cambiar su doctrina militar por una denominada "La guerra por los recursos" y sólo el 2007 gastarán 100 millones de dólares en el afán. Las Fuerzas Armadas chilenas, gracias al cobre, nunca compraron tantas armas como ahora; y las del Perú se prestarán 650 millones de dólares para rearmar al ejército. Más al norte, en Colombia, Alvaro Uribe gastará cuatro mil millones de dólares en material bélico; mientras que la guinda para esta torta, Venezuela, anunció la próxima llegada de nueve submarinos, miles de fusiles kalashnikov, además de una franquicia de la famosa marca rusa para producirlos y exportarlos. Hugo Chávez, que en los últimos años gastó en armas casi como China, Pakistán e Irán, es sindicado por el Director Nacional de Inteligencia de los EEUU de ser el autor de esta escalada millonaria. Y él se confiesa culpable porque, dice, tiene que defenderse precisamente, de sus acusadores.
Uno no debería ser alarmista, además, todos los países son soberanos para decidir qué y cuándo comprar, pero basta con leer estas noticias para preguntarse por qué los latinoamericanos somos incapaces de cumplir las Metas del Milenio de la ONU, pero sí estamos siempre prestos para gastar en sables y fusiles.
Sobre todo cuando en los últimos años habíamos tenido buenas noticias: el SIPRI, un instituto sueco que informa sobre el comercio de armas, afirmaba que en la última década América Latina había bajado su gasto militar y era la región del mundo que destinaba menor porcentaje de su PIB a la guerra: menos del 1,4% (con excepción de Chile, Perú y Venezuela).
En medio de este panorama concluyó hace unos días la Cumbre del Grupo de Río, el más político de la infinidad de encuentros multilaterales que hay entre Presidentes -y si bien muchos observadores la calificaron como un fiasco-, los presidentes de Argentina, Brasil, Chile y México expresaron su deseo de retomar el liderazgo regional, lo que ha sido interpretado como una respuesta a Venezuela y los países que se alinean con ella.
Sin embargo, lo que nadie explicó todavía es cómo los líderes mencionados -todos respetables y con muy buenas intenciones-, lograrán hacerlo. Chávez tiene una receta probada y bien financiada (además de una retórica e imaginación que parecen inagotables); la de los otros aún no se conoce (y merece el beneficio de la duda), pero todos esperamos que sea más imaginativa que la decidida por EEUU, que intenta una hazaña similar a través de la actual gira del Presidente norteamericano por la región.
Mientras tanto, Chávez está de shopping en uno de los mercados más cotizados del mundo (3% del PIB mundial)? Y también de gira (cuándo no): encabezará multitudinarias protestas contra Bush en la Argentina de Néstor Kirchner, a lado del boliviano Evo Morales. Esa si que es globalización.
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