Hay más ruido que nueces en las críticas desatadas alrededor de la visita de miembros del Congreso chileno a Bolivia. Las reuniones a las que asistieron los parlamentarios, la firma de una nota conjunta, las entrevistas, los enviados especiales, fueron interpretadas en Bolivia como señales de acercamiento y voluntad de diálogo, pero nadie es tan ingenuo como para creer que una declaración de buenas intenciones pueda modificar escenarios.
Esta visita no es la primera de una autoridad chilena a Bolivia en los últimos años, ni será la última: Diputados, alcaldes y funcionarios viajan constantemente y expresan sus opiniones, a veces de forma personal, a veces oficialmente, de ahí que al referirse a éste los medios bolivianos lo dimensionaran en su justa medida: Fue noticia, pero nadie estimó que cambiaría el curso de las negociaciones.
El ruido alrededor del tema contrasta con la poca importancia que se le ha dado a un asunto de mucha mayor trascendencia: La negociación entre Argentina y Bolivia por la exportación de gas. Ese acuerdo que firmarán en los próximos días los presidentes de ambos países tendrá un ingrediente ofensivo. Señalará, una vez más, que el gas boliviano no debe reexportarse a Chile porque el gobierno boliviano cree (o dice creer) que esto es posible, y que obtendrá concesiones territoriales través de él.
Si ya de por sí es inadmisible que Argentina pague menos de lo que le cobra a Chile por el mismo producto, también lo es el componente antichileno del nuevo contrato. Tan inadmisible como la reacción chauvinista que desató la visita de los legisladores concertacionistas y el tono de escándalo que se le ha dado al tema en las últimas horas. Ambas cosas, lo saben bien los diplomáticos, no le hace bien a un proceso de acercamiento que recién comienza, muy empinado y espinoso, y que ya de por sí muchos comparan con el Sísifo mitológico antes que con algún tratado de diplomacia internacional exitosa.
El viaje de los congresistas fue una sumatoria de buenas voluntades y, si bien es cierto que de ellas está plagado el camino al infierno, parecería que quienes lo critican obedecen más a la lógica de la política interna y la coyuntura nacional, antes que a la seriedad que siempre caracterizó a las relaciones exteriores chilenas. Sea de parte del gobierno que no asume una agenda conjunta con el Congreso y que tiene una curiosa tendencia a controlar la información y la vida pública, sea de parte de la oposición que ante la ausencia de agenda propia busca crear un incidente ficticio para conseguir precisamente esto: que yo y otros columnistas estemos escribiendo una nota sobre el tema.
Humala y Evo: Nombres inolvidables y distintos
¿Será similar la oposición de Ollanta Humala a la que hizo Evo Morales en su momento? Difícil preverlo, pero nadie descarta un escenario agorero como ese, respaldados en el triunfo del peruano en primera vuelta, su juventud (43), un partido en formación y un respaldo contundente en las zonas más deprimidas del Perú. Ahora bien, como se ha escrito bastante sobre las coincidencias entre ambos políticos, centrémonos más bien en sus diferencias.
Paradójicamente, la intervención extranjera jugó distinto para Morales el 2002 que para Humala el 2006. El boliviano recibió un espaldarazo impensado de los EEUU cuando su embajador llamó a no votar por él. En el caso de Humala la presencia de Chávez lo perjudicó ostensiblemente y si la ficción es lícita en este análisis, hasta podría haberle costado la victoria.
El movimiento cocalero del que se nutrió Morales en sus inicios se origina en mineros despedidos que se trasladaron al trópico llevando consigo sus formas de organización (el sindicato, la asamblea, etc.) las que se amalgamaron con estructuras tradicionales andinas. A su vez, esos mineros devenidos cocaleros son los que conjugaron su marxismo iniciático con el indigenismo; así, el desprecio ideológico que sentían hacia los campesinos se convirtió en admiración y luego simbiosis.
En el caso de Humala, al margen de juicios morales, el etnocacerismo de sus orígenes es principalmente una postura intelectual antes que un movimiento con raigambre popular, algo similar a lo que fue en su momento el famoso sendero que había que recorrer para iluminarse; por eso quizá la moderación de Humala en las últimas semanas (incluso renegó de la xenofobia y sexismo de su familia), y lo difícil que es definirlo ideológicamente sin utilizar clichés de moda como populismo. Por ello, a simple vista parecería no tener un proyecto hegemónico de largo plazo.
Además, si bien ambos representan geográfica y étnicamente sectores aymaras y quechuas, el occidente, donde se concentra la fortaleza de Morales, es desde 1899 el eje económico y político de Bolivia, de forma que la clase media emergente no indígena ubicada en Santa Cruz es la más rebelde contra el centralismo occidental. En el Perú el Estado se estructura alrededor de Lima y la costa del Pacífico, precisamente los únicos lugares donde Humala fue derrotado. En ambos países la relación entre el centro y la periferia es distinta.
Finalmente, un dirigente sindical y un militar, aunque ambos tengan liderazgos mesiánicos, ostentan formaciones distintas: horizontal y deliberativa en un caso, vertical y autoritaria en el otro. El surgimiento de Humala se parece más al que tuvo Fujimori o Toledo en su momento, movimientos explosivos de duración variable, sin proyección política y destino imprevisible.
Sin embargo, estas son puras especulaciones. Los individuos cumplen en la historia papeles que ni ellos mismos imaginan. Lo que ocurra en el Perú dependerá mucho de lo que hagan Alan García y el propio Humala, de sus decisiones y sabiduría y, por supuesto, del entorno económico e internacional de los próximos años. O, lo que es lo mismo pero no es igual, de la capacidad que tengan nuestras sociedades para entender que generación de riqueza no es igual a expoliación y que sin inclusión económica y social posiblemente el destino de buena parte de Latinoamérica será más africano que asiático.
Paradójicamente, la intervención extranjera jugó distinto para Morales el 2002 que para Humala el 2006. El boliviano recibió un espaldarazo impensado de los EEUU cuando su embajador llamó a no votar por él. En el caso de Humala la presencia de Chávez lo perjudicó ostensiblemente y si la ficción es lícita en este análisis, hasta podría haberle costado la victoria.
El movimiento cocalero del que se nutrió Morales en sus inicios se origina en mineros despedidos que se trasladaron al trópico llevando consigo sus formas de organización (el sindicato, la asamblea, etc.) las que se amalgamaron con estructuras tradicionales andinas. A su vez, esos mineros devenidos cocaleros son los que conjugaron su marxismo iniciático con el indigenismo; así, el desprecio ideológico que sentían hacia los campesinos se convirtió en admiración y luego simbiosis.
En el caso de Humala, al margen de juicios morales, el etnocacerismo de sus orígenes es principalmente una postura intelectual antes que un movimiento con raigambre popular, algo similar a lo que fue en su momento el famoso sendero que había que recorrer para iluminarse; por eso quizá la moderación de Humala en las últimas semanas (incluso renegó de la xenofobia y sexismo de su familia), y lo difícil que es definirlo ideológicamente sin utilizar clichés de moda como populismo. Por ello, a simple vista parecería no tener un proyecto hegemónico de largo plazo.
Además, si bien ambos representan geográfica y étnicamente sectores aymaras y quechuas, el occidente, donde se concentra la fortaleza de Morales, es desde 1899 el eje económico y político de Bolivia, de forma que la clase media emergente no indígena ubicada en Santa Cruz es la más rebelde contra el centralismo occidental. En el Perú el Estado se estructura alrededor de Lima y la costa del Pacífico, precisamente los únicos lugares donde Humala fue derrotado. En ambos países la relación entre el centro y la periferia es distinta.
Finalmente, un dirigente sindical y un militar, aunque ambos tengan liderazgos mesiánicos, ostentan formaciones distintas: horizontal y deliberativa en un caso, vertical y autoritaria en el otro. El surgimiento de Humala se parece más al que tuvo Fujimori o Toledo en su momento, movimientos explosivos de duración variable, sin proyección política y destino imprevisible.
Sin embargo, estas son puras especulaciones. Los individuos cumplen en la historia papeles que ni ellos mismos imaginan. Lo que ocurra en el Perú dependerá mucho de lo que hagan Alan García y el propio Humala, de sus decisiones y sabiduría y, por supuesto, del entorno económico e internacional de los próximos años. O, lo que es lo mismo pero no es igual, de la capacidad que tengan nuestras sociedades para entender que generación de riqueza no es igual a expoliación y que sin inclusión económica y social posiblemente el destino de buena parte de Latinoamérica será más africano que asiático.
El Virrey y Sor Juana
La multitudinaria manifestación que convocó el Presidente argentino el 25 de mayo, plagada de símbolos caros a la liturgia peronista e íconos culturales como Mercedes Sosa o las Madres de Plaza de Mayo. La no menos masiva reunión en Shinahota (un pueblo del chapare boliviano en el cual en los '80 se podía comprar cocaína al menudeo), entre Evo Morales, Hugo Chávez y Carlos Lague para iniciar la campaña electoral oficialista. El poderoso surgimiento de Ollanta Humala como líder de la oposición en el Perú, y long-plays televisivos como "Aló Presidente" interpretados por Hugo Chávez, son muestras indiscutibles de la fortaleza del populismo. Las grandes movilizaciones (si descontamos las campañas electorales) y este tipo de liderazgos no eran parte del panorama político regional de los últimos años, acostumbrada como estaba más a ponencias de economistas que a discursos encendidos de plaza pública.
Pero la simpatía por los marginados y discriminados, cuando es unilateral y se hace dogma, puede trocarse en una perversión similar a la que combate. Hugo Chávez muestra en su relación con Latinoamérica grandes dosis de un racismo similar al norteamericano, donde siempre se dudó de otra capacidad de autodeterminación que no fuera la suya y donde prima un etnocentrismo casi místico.
Cuando Chávez apoya a Humala incinerando sus posibilidades electorales, o cuando se viste de indio en el Chapare boliviano (él, un militar de los llanos, extrovertido y dicharachero), no muestra la elegancia que ese poncho confiere a un adusto líder campesino ni las sutilezas florentinas que caracterizan la política exterior peruana.
Ésta, una cuestión estética, se convierte en beligerancia ética si además del discurso y el disfraz, Chávez utiliza todos los mecanismos de poder a su alcance para imponer su visión del mundo.
En Argentina, Néstor Kirchner le tuvo que poner a su disposición un estadio lleno de gente para que denostara la Cumbre de Mar del Plata (poco antes había comprado muchos millones de dólares en bonos de la deuda, y el argentino le debía parte de su estabilidad económica); en Perú, como afirma Álvaro Vargas Llosa, tiene un proyecto de largo plazo en el que esta elección es una simple eventualidad y, en Bolivia, además de diseñar la nacionalización de los hidrocarburos, comprometió cientos de millones de dólares.
Chávez impulsa un discurso antiimperialista plagado de referencias a las guerras de independencia del siglo XIX y a la gesta libertaria de los fundadores de nuestros países, pero lo que se puede soportar en el discurso (la letra lo aguanta todo), se trastoca en racismo virreinal cuando el venezolano desprecia la institucionalidad de los países que visita, sólo permite que su policía y ejército lo custodien o cuando obliga a que las credenciales de los periodistas tengan que ser visadas por la embajada de su país (como ocurrió en Bolivia). Y si esto podría considerarse expresión de su personalidad maniaca, se torna peligroso intervencionismo si se le suma el envío de armamento y tropas, además del deseo no reprimido de crear un ejército latinoamericano.
En el venezolano hay un desprecio sistemático hacia las instituciones democráticas y la soberanía, fiel reflejo de la distorsión que siempre tuvo la izquierda marxista sobre asuntos como éste o a la relación entre la "vanguardia revolucionaria" y la clase obrera. La ideología chavista, que ha reemplazado exitosamente al castrismo, es populista y estatista en lo político-económico, pero profundamente marxista en lo cultural, sólo que intercambiando obreros por indios y partido por dólares.
Claro está, Chávez puede hacer lo que quiera, sobre todo en su país; el problema no es tanto él sino quienes no le impiden ?democráticamente? actuar a su antojo. Decía una vieja poesía feminista: "¿Cuál es de más culpar, / aunque cualquiera mal haga; / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?", Chávez y Morales, si se consideran revolucionarios, deberían leer a Sor Juana Inés de la Cruz.
Pero la simpatía por los marginados y discriminados, cuando es unilateral y se hace dogma, puede trocarse en una perversión similar a la que combate. Hugo Chávez muestra en su relación con Latinoamérica grandes dosis de un racismo similar al norteamericano, donde siempre se dudó de otra capacidad de autodeterminación que no fuera la suya y donde prima un etnocentrismo casi místico.
Cuando Chávez apoya a Humala incinerando sus posibilidades electorales, o cuando se viste de indio en el Chapare boliviano (él, un militar de los llanos, extrovertido y dicharachero), no muestra la elegancia que ese poncho confiere a un adusto líder campesino ni las sutilezas florentinas que caracterizan la política exterior peruana.
Ésta, una cuestión estética, se convierte en beligerancia ética si además del discurso y el disfraz, Chávez utiliza todos los mecanismos de poder a su alcance para imponer su visión del mundo.
En Argentina, Néstor Kirchner le tuvo que poner a su disposición un estadio lleno de gente para que denostara la Cumbre de Mar del Plata (poco antes había comprado muchos millones de dólares en bonos de la deuda, y el argentino le debía parte de su estabilidad económica); en Perú, como afirma Álvaro Vargas Llosa, tiene un proyecto de largo plazo en el que esta elección es una simple eventualidad y, en Bolivia, además de diseñar la nacionalización de los hidrocarburos, comprometió cientos de millones de dólares.
Chávez impulsa un discurso antiimperialista plagado de referencias a las guerras de independencia del siglo XIX y a la gesta libertaria de los fundadores de nuestros países, pero lo que se puede soportar en el discurso (la letra lo aguanta todo), se trastoca en racismo virreinal cuando el venezolano desprecia la institucionalidad de los países que visita, sólo permite que su policía y ejército lo custodien o cuando obliga a que las credenciales de los periodistas tengan que ser visadas por la embajada de su país (como ocurrió en Bolivia). Y si esto podría considerarse expresión de su personalidad maniaca, se torna peligroso intervencionismo si se le suma el envío de armamento y tropas, además del deseo no reprimido de crear un ejército latinoamericano.
En el venezolano hay un desprecio sistemático hacia las instituciones democráticas y la soberanía, fiel reflejo de la distorsión que siempre tuvo la izquierda marxista sobre asuntos como éste o a la relación entre la "vanguardia revolucionaria" y la clase obrera. La ideología chavista, que ha reemplazado exitosamente al castrismo, es populista y estatista en lo político-económico, pero profundamente marxista en lo cultural, sólo que intercambiando obreros por indios y partido por dólares.
Claro está, Chávez puede hacer lo que quiera, sobre todo en su país; el problema no es tanto él sino quienes no le impiden ?democráticamente? actuar a su antojo. Decía una vieja poesía feminista: "¿Cuál es de más culpar, / aunque cualquiera mal haga; / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?", Chávez y Morales, si se consideran revolucionarios, deberían leer a Sor Juana Inés de la Cruz.
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