Radiografia del Preacuerdo del Silala

Por Gonzalo Mendieta y Francesco Zaratti

1. El contexto del preacuerdo

El preacuerdo sobre el uso de las aguas del Silala “no se refiere a otros temas relativos al Silala o Siloli que a cada una de las Partes interese abordar al momento de negociar el nuevo Acuerdo de largo plazo”, reza el Considerando de ese documento; o sea, no menciona ni considera los antecedentes históricos que tantas emociones levantan en los bolivianos en general y en los potosinos en particular.
En particular, el preacuerdo no trata el tema espinoso de la propiedad y el origen de las aguas que afloran en la región fronteriza, aguas que, siendo bofedales o humedales, fueron en apariencia canalizadas artificialmente y concesionadas a empresas privadas en el lado de Chile desde comienzo del siglo XX.
Mucho más prosaicamente, el preacuerdo busca solucionar, a partir del “status quo” de aguas que nacen en Bolivia y son utilizadas por empresas chilenas, una compensación por el uso, mostrando, desde ya, una contradicción que se salvaría fácilmente, si ambas partes pretendieren, además de fijar los pagos, dejar claro que acuerdan que tienen desacuerdos.
Si, como pretende Chile, las aguas constituyen un río internacional, entonces no debería negociarse compensación alguna, pues Chile tendría derecho a las aguas que naturalmente discurran hacia su territorio. Pero, si, como reivindica Bolivia, se trata de aguas nacionales, no hay por qué pedir permiso a Chile para cobrar a unos privados por el uso de aquellas, ni habría por qué poner restricciones, como hace el preacuerdo, al uso de las aguas de propiedad nacional, salvo por las que Bolivia haya fijado en su propio ordenamiento, lo que veremos luego.
Muy hábilmente, aunque sin mucho éxito, el preacuerdo soslaya esa cuestión de principio y aborda el tema de manera pragmática y realista, preludio, quién sabe, de futuros acuerdos en otros puntos de la agenda binacional. Quizás se trate, mas bien, de aquello que los manuales llaman una “microintervención” o, en castellano del día: un experimento. Probar cómo es recibida una negociación que abdica de la historia en pos de los resultados, para luego poder extender o refinar el modelo en casos más trascendentes. A nosotros se nos ocurre uno, pero no queremos sesgar la opinión del lector.
De hecho, no hay que sacar el preacuerdo del contexto de la agenda de 13 puntos, que pocos avances ha tenido hasta el presente, de modo que un acuerdo sobre el pago del uso de las aguas del Silala puede hacer olvidar sus fracasos o estancamientos, que para tantos temas de aguas involucrados, es un término afortunado.
Queda por analizar si el cálculo de promover el olvido de los magros avances de la agenda sirve en el contexto de la campaña electoral venidera y de la Constitución recién aprobada, la cual muestra, en este caso específico, limitaciones que sus creadores tal vez no habían imaginado, como analizaremos luego. Por otra parte, aunque las relaciones de amor entre el gobierno actual y Chile parecieron dejar de lado las permanentes restricciones políticas que esos asuntos han tenido en Bolivia, la historia ha vuelto a hacerse presente. “No hay que confundir la sustancia con la atmósfera”, diría Kissinger, pinchando el optimismo de quienes creen súbitamente en la magia de las cortesías diplomáticas.
Como antecedente de esta visión pragmática del problema Silala, vale recordar algunos episodios de la historia reciente. En octubre de 2002, una comisión de parlamentarios visitó los manantiales del Silala y, en esa ocasión, el vicepresidente de esa comisión, el diputado cruceño Jerjes Justiniano, afirmó: “debemos negociar con Chile cómo y bajo qué condiciones venderle agua, no discutir con ellos el derecho soberano que tenemos sobre los manantiales” (La Prensa, 21/10/2002). Integraba esa misma comisión el diputado Evo Morales, quien, de acuerdo a la versión de El Diario (11/11/2002), sostuvo textualmente “Hemos constatado que las aguas nacen en territorio nacional y no comparto la idea de realizar negociaciones bilaterales ni arbitrajes. Si los chilenos quieren agua que paguen, sino se desvía su curso”. Bueno, el cambio se ha manifestado por lo menos en lo de las negociaciones bilaterales, pero la coherencia en torno al pago no se puede negar.
La amenaza del desvío de las aguas, como medio de presión de Comité Cívico Potosinista ante la renuencia de las empresas chilenas a pagar por la totalidad de las aguas que aprovechaban, provocó la segunda censura del canciller Siles en el gobierno de Mesa, por haber puesto en guardia sobre las consecuencias de acciones unilaterales por parte de Bolivia, puesto que el gobierno chileno respaldaba la posición de las empresas que aprovechaban el agua. En la aprobación de esa censura, el entonces diputado Evo Morales tuvo una destacada actuación.
En suma, el presidente Evo Morales conoce bien el problema y tiene ideas claras de cómo solucionarlo pragmáticamente, o sea acordando un pago. Otro tema es si el pago debe ser retroactivo, como Morales afirmaba en 2002, o que se aplique un borrón y cuenta nueva, como da a entender el preacuerdo.

2. Las cláusulas críticas

El preacuerdo, en sus 17 artículos, cuida diplomáticamente el lenguaje, para evitar las susceptibilidades que justamente se han dejado de lado con ingenuidad, si se ven los clamores suscitados. Así, el Silala, río para ellos, manantial para nosotros, es definido como “un sistema hídrico” (art. 1); “que fluye superficialmente a través de la frontera” (art. 2); “volumen de agua que fluye a través de la frontera” (art. 6). De ese volumen, un porcentaje corresponde a Bolivia y es de su “libre disponibilidad” (art. 2). Además, según el art. 3, esas aguas de libre disponibilidad “podrán ser conducidas para ser aprovechadas en Chile”, a cambio de una compensación por parte de “las personas jurídicas de derecho público o privado que se constituyan en aprovechatarias (sic) de dichas aguas” (art. 3) (“Aprovechadoras” sonaba infundioso, seguramente). Luego, el art. 6 dispone que, transitoriamente, el 50% de las aguas que cruzan la frontera sea de libre disponibilidad del Estado Plurinacional.
A este punto, el avispado lector se preguntará cómo es posible ejercer la “libre disponibilidad” de las aguas que han cruzado la frontera. La respuesta la trae la madre del cordero, que está en el artículo 4. Éste limita palmariamente (aunque con esfuerzo de retórica justificativa ambientalista, a la moda) la “libre disponibilidad” del 50% de las aguas antes reconocido. El art. 4 es una obra maestra de astucia y de ingenuidad (infiera Ud. por lo que sigue, a quién corresponde cada actitud). Veamos:
Art. 4: Considerando la fragilidad del ecosistema del Silala o Siloli, por el presente Acuerdo las Partes se comprometen a mantener las condiciones actuales de caudal y calidad del agua que fluye a través de la frontera y a cuidar que cualquier obra que emprendan a futuro individual o conjuntamente no afecte dicho caudal y calidad.
La fragilidad del sistema aconsejaría fijar un caudal máximo explotable y no mantener el actual, sin que se sepa a ciencia cierta si el sistema Silala es sostenible o no. Pero no. Lo único que importa a los negociadores “aprovechatarios” es que Bolivia se obligue a renunciar al uso de las aguas del Silala, a favor de los usuarios chilenos, como lo ha hecho desde 1908. Eso sí, empezando a recibir una compensación por ese uso (¿o esa renuncia?).
En el fondo, Chile acepta que sus empresas empiecen a pagar por el agua boliviana (50% del caudal), pero a cambio de no modificar el “statu quo” del Silala y de que Bolivia se comprometa a no utilizar su propia agua. ¡Menudo negocio! Si eso no es alienar un recurso natural, hay que hacer un monumento a varios de los innombrables políticos nacionales del ayer.
Otros artículos tratan del estudio del sistema hídrico durante cuatro años, mediante un monitoreo conjunto del balance hídrico. Es decir, se comparte la información hidrológica para que Bolivia no apele a la “fragilidad” del sistema para disminuir el caudal; al contrario, pueda aportar, en el futuro, con un mayor porcentaje del caudal requerido por los “aprovechatarios”.
Finalmente, el preacuerdo no fija el precio del agua que, en ejercicio de su soberanía y libre disponibilidad, el Estado Plurinacional se obliga a dejar fluir hacia Chile. Se menciona, como referencia-techo, el precio del agua no tratada en la II región chilena. A ojo de buen cubero, si el precio fuera el mismo que exigimos hace 10 años (70 centavos de dólar por metro cúbico), a Bolivia le corresponderían menos de dos millones de dólares anuales. Sin embargo, el acuerdo en torno al precio deberá darse con los usuarios chilenos (art. 13), los cuales parecen reacios a pagar. En esa eventualidad, si bien el Gobierno de Chile declara que no se opondría a medidas coercitivas que pudiera asumir Bolivia, de acuerdo a su ordenamiento jurídico, deja el problema en el ámbito de las controversias administrativas, en conformidad a las obligaciones adquiridas por los “aprovechatarios” con el Estado boliviano. En otras palabras, después de firmado el preacuerdo, habrá que negociar, acordar y firmar un contrato con los “aprovechatarios” en el cual se especifiquen los pormenores del uso y pago de las aguas

3. Problemas constitucionales

Los autores de la Constitución, ahora vigente (la “Nueva”), no estaban –hay que decirlo– imbuidos de la mentalidad colonial española para la que la Audiencia de Charcas y la Capitanía General de Chile eran parte de un mismo territorio, que podría compartir aguas, costas o bienes. La idea que traduce la Nueva es más bien que en materia internacional –cánticos por la integración aparte– cada quien cuida lo suyo. Si se juzga por las reacciones que el preacuerdo ha generado, ése es un fiel reflejo de la convicción nacional.
Lo que no previeron los autores es que sus mandantes o contratantes tropezarían con las piedras diseñadas para espantar a los fantasmas de Aniceto Arce, de Banzer, de Charaña, de las caricaturas pintadas por la película Amargo mar hace pocas décadas.
Si hay algo que no está en disputa, es que las aguas del Silala se encuentran dentro del cinturón fronterizo de los cincuenta kilómetros. A esa faja territorial, la anterior Constitución ya le asignaba una limitación, destinada a evitar que los buenos vecinos que tenemos dejaran de serlo: Ningún extranjero podría tener derechos de propiedad o posesión sobre el suelo o subsuelo en esa faja (Art. 25 de la anterior CPE), salvo necesidad nacional declarada por ley expresa. Ocurre que en la Nueva, las previsiones se han endurecido para abarcar además un recurso estratégico: el agua. Leamos un fragmento del Art. 262 de la Nueva:
“Constituye zona de seguridad fronteriza los cincuenta kilómetros a partir de la línea de frontera. Ninguna persona extranjera, individualmente o en sociedad, podrá adquirir propiedad en este espacio, directa o indirectamente, ni poseer por ningún título, aguas, suelo ni subsuelo…”
Si las aguas del Silala fueran un río de curso internacional, estaría claro que esta previsión constitucional boliviana no serviría para nada, ni Chile estaría obligado a preguntarle a Bolivia cuánto cuestan. Si hay un preacuerdo que prevé una compensación a Bolivia es porque se tiene la duda de que las reglas de cursos de agua internacionales se apliquen al Silala. Ése es el lado positivo del preacuerdo, que reconoce un derecho boliviano. Si ése es el caso, entonces, se podría sostener, en defensa del preacuerdo, que las aguas del Silala no serán poseídas por personas extranjeras en territorio boliviano, si no fuera de él, en territorio chileno. Volviendo al sentido preventivo del Art. 262, tal arreglo sería semejante a comprometerle el suministro a Brasil de toda la producción del Mutún, lo que precisamente estas previsiones constitucionales buscan evitar, que es la presencia creciente del interés extranjero que vaya, paso a paso o al trote, comprometiendo territorio nacional. Si bien vendemos gas fronterizo a países limítrofes, una eventual exclusividad a favor de uno de ellos se asemejaría mucho a un condominio simulado sobre recursos de frontera.
No se pueden olvidar los traumas del tratado de medianería con Chile, que están ciertamente detrás de la norma constitucional del Art. 262 de la Nueva. Sería paranoico pensar que seguimos allí donde el siglo XIX nos maltrató, pero lo que no se puede negar es que esa memoria perdura en la Nueva. Se nos suele recordar con ahínco que ésta ha sido aprobada por referéndum y que, por ejemplo, por eso la fecha de las venideras elecciones no puede moverse. Nos hemos tomado en serio la prédica. Si la previsión del Art. 262 citado no impide el preacuerdo, lo roza.
Otra toma desde la Nueva es la producida por el parágrafo III del Art. 374. En éste se consagra que las aguas (“fósiles, humedales, subterráneas… y otras”) son inalienables. Como otro artículo (373, II) de la misma Nueva prohíbe la apropiación privada de los recursos hídricos, lo que con sindéresis impediría el carnaval, la ingesta de chairo y de cerveza, no hay que tomárselo muy en serio. No por eso no habrá que preguntarse si la obligación de comprometer aguas a cambio de dinero para que privados extranjeros la aprovechen no se parece a lo que quiere impedir el espíritu de la prohibición de inalienabilidad y de apropiación privada de los recursos hídricos.
El efecto más participativo de la Nueva en una contienda como la provocada por el preacuerdo del Silala es sin duda el que viene dado por el Art. 259 de la Nueva. Esta norma permite que un tratado internacional sea, como condición para su vigencia, aprobado por referéndum popular, “cuando así lo solicite el cinco por ciento de los ciudadanos registrados en el padrón electoral…”. Como estamos en cambio de padrón, no queda claro si se aplicaría el biométrico o no. No todo acuerdo entre Estados es un Tratado y discernirlo nos tomaría un libro. De todos modos, el mismo rótulo de “preacuerdo” revela que no se le quiere dar carácter de Tratado. Podrías ser por razones fundadas. Un acuerdo entre Estados puede tener carácter administrativo o de “modus vivendi” o derivar de un Tratado y no implicar previsiones que deba tratar el Legislativo. Un criterio para fijar el límite es la naturaleza de los compromisos que adquiere el Estado. Nadie ha explicado aún por qué el preacuerdo será sólo tal y si implicará, por eso, que no precisará de ratificación legislativa. Lo que sí es indisputable es que los cívicos potosinos podrían tener un poderoso instrumento en sus manos si alegasen que aunque se lo haya bautizado de otro modo, el preacuerdo se parece mucho a un “Tratado Contrato” que a un simple arreglo secundario.
Ciertas autoridades gubernamentales, con criterio válido y que podría ser objeto de legítimo debate público, sostienen, ante las demandas de consulta popular, que un referéndum o una consulta implicaría echar por la borda el preacuerdo y privar al país de algún beneficio por las aguas del Silala que Chile usa centenariamente. Ése es un argumento de responsabilidad política atendible, pero que sensiblemente va en contracorriente de la onda política predominante: ¿no era que mandaríamos obedeciendo?
La disputa de estos días no puede verse con los ojos del oportunismo, ayer chilenófilo y pragmático, hoy nacionalista y plañidero, sólo porque hay que asestarle un golpe al gobierno. Que el actual régimen introduzca en su léxico criterios realistas, alejados de la adulación del primer reflejo emocional, es una buena noticia. El país debería alentar la discusión desprejuiciada, basada en datos, en los intereses nacionales y en el mejor modo de servirlos, atendiendo la memoria y la historia pero también los intereses de los bolivianos que viven. Si las autoridades están dispuestas a hacerlo, que se sometan a los rigores de la defensa de una posición que predican beneficiosa para el país. Pero también, que no olviden la máxima bíblica de que “con la vara que midáis seréis medidos”. Una vara pequeña y mezquina que, tristemente, el país ha usado para juzgar los actos de todos, en perjuicio únicamente propio.

(Artículo publicado en Pulso www.pulsobolivia.com)

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