El planeta americano

Estados Unidos es un país que ha establecido una relación de amor y de odio con el mundo. Me corrijo, en realidad no tanto esos sentimientos como indiferencia: para el americano medio el mundo no importa o debe ser igual al suyo. Vicente Verdú, en un libro que titula como esta columna, sostiene la tesis de que Estados Unidos es un país rural y arcaico donde conviven 280 millones de personas en ciudades sin centro, grandes extensiones que recrean la pasión que siempre tuvieron los norteamericanos por el espacio libre, por el mítico oeste salvaje; Verdú dice que la simbiosis entre el hombre y el caballo ha sido desplazada por la relación que tienen hoy los americanos con su automóvil; o que vender o comprar son una razón de ser por encima del producto mismo. No se visten bien porque no salen mucho y prefieren retornar a su casa y ver TV antes que salir a las calles como es común en Europa (continente que sí tiene centros donde se desarrolla la mayor parte de la vida pública).
La liga de su deporte nacional, el béisbol, se llama Serie Mundial y a sus campeones se les dice campeones del mundo. Es el país donde sólo un 10 por ciento de la población adulta tiene pasaporte, por lo cual es improbable que un americano reconozca en el mapa la existencia de Afganistán o de Bolivia.
Eso sí, Estados Unidos tendrá muchos vicios (una religiosidad extrema y mojigata, por ejemplo), pero también valores que todos admiramos: el respeto a los derechos individuales, una justicia imperfecta pero que funciona, sus instituciones democráticas, la posibilidad del progreso personal con esfuerzo y trabajo, en fin, intangibles que lo han convertido en el imperio más impresionante y dúctil de la historia de la humanidad.
Pero, por sobre todo, Estados Unidos es un país que construyó su grandeza en función a un sólido imaginario colectivo, compuesto por imágenes como las descritas más arriba y por otras miles de piezas que se yuxtaponen y se entremezclan infinitamente. Es ese imaginario colectivo el que ha hecho pedazos el terrorismo. Su triunfo ha sido simbólico.
Aunque parezca frívolo, sobreponerse a la pérdida de miles de vidas humanas y reconstruir la arquitectura de las ciudades destrozadas serán un problema menor; pero no su invulnerabilidad cuestionada, la paranoia respecto al Otro, la ingenuidad política (las guerras pasaban muy lejos o en el cine), la angustia incontenible y desconcertada (colas antes las cámaras de televisión con la foto de sus desaparecidos). El terrorismo les hizo perder la sensación de vivir en el paraíso terrenal que los embargaba (un lugar donde el castigo existía pero sólo podía ser natural ?una catástrofe?, o divino ?el Armagedón?). Y eso, al margen de las medidas políticas y militares que se tomen en el corto plazo ha cambiado el curso de la historia de nuestro siglo. A partir de ahora la pax americana cobrará otro sentido.
Una amiga mía me escribió desde Alemania: ?Tengo rabia. Se ha dado rienda suelta al racismo. Me embarga la paranoia y la sensación de ser ciudadana de segunda clase. Me niego a creer que el fin del mundo haya sido Nueva York?.
Yo suscribo esas palabras y también me niego.

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