Las noticias sobre los bajos índices de popularidad de Evo Morales, la deriva patética en la que ha entrado el tratamiento del tema marítimo, sin olvidar las elecciones de autoridades judiciales en octubre próximo que han dado paso a una “jugosísima” campaña electoral, campaña que no es tal, y en la que la oposición no se pone de acuerdo ni siquiera para votar nulo.
En fin, que tan variada carga informativa dejó poco tiempo para discutir otro asuntos de igual o mayor importancia: una Ley de Telecomunicaciones que transformará el mapa mediático boliviano en los próximos años y confirmará lo que ha sido el mayor logro hasta el momento de Morales: la construcción de un aceitado aparato de comunicación y propaganda que, aupado por los legítimos deseos y los ineludibles derechos de inclusión de las mayorías bolivianas y sustentando por políticas redistributivas nacionalistas, inflaman los sentimientos solidarios en gran parte del mundo.
En sus artículos más polémicos, la mentada Ley de Telecomunicaciones permitirá redistribuir el espectro radioeléctrico en tres tercios: uno para los medios privados, otro para las organizaciones sociales y el último para el Estado. Asimismo, sostiene que en casos de seguridad o conmoción, desastres o amenazas externas, serán permitidas las escuchas telefónicas.
Si es grave que el gobierno de Morales, o de cualquier otro signo o adscripción política, tenga dos tercios de las frecuencias (considerando el tercio del Estado y el de los movimientos sociales); permitir los “pinchazos” telefónicos en base a situaciones tan difusas como interesadas, entra en contradicción incluso con la Constitución que fue aprobada contra viento y marea el 2009, conculcando derechos básicos de los ciudadanos.
Ahora bien, lo más preocupante de la futura nueva Ley es que se enmarca no sólo en una tendencia internacional (Ecuador, Venezuela y Argentina viven situaciones similares), sino que es parte de una serie de otras normas que pretenden entrometerse de manera frontal en la labor de los periodistas, profesión que no será la más digna (en Bolivia ni en muchas partes), pero que es imprescindible para el sustento democrático. Por ejemplo la flamante Ley contra el Racismo, tan encomiable como su título reza, permite hasta la clausura de un medio o la cárcel para un periodista si difunden contenidos racistas. Cierto que la libertad de expresión no es un derecho absoluto y es pasible a limitaciones, pero aquí la discrecionalidad de la sanción es más riesgosa que la falta misma.
De forma que la necesidad de que el Estado evite la concentración mediática, la imprescindible lucha contra la discriminación o, para ir más allá inclusive, la necesidad de democratizar la comunicación (una utopía a la que adscribo), son rasurados para ingresar a un formato que busca imponer a como dé lugar un discurso único. Esa la contradicción vital de todos aquellos que a pesar de sus buenas intenciones buscan, en el afán de imponer su legítima forma de pensar, limitaciones a las de otros. Al fin de cuentas el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.