Hace unos días nos enteramos con lujo de detalles el contenido de las negociaciones que habían acercado a Bolivia y Chile. El único problema es que no fue un anuncio oficial y en cadena nacional como correspondía, sino una filtración a lo wikileaks: un éxito periodístico para La Tercera pero una bofetada para quienes durante años habían guardado el secreto y la esperanza de lograr un acuerdo. Para los bolivianos, leer esa noticia más la suspensión de una reunión planificada con meses de antelación y con una agenda muy concreta fue entendida como un portazo.
No es extraño entonces que del amor maniaco que nos teníamos y que se expresaba en negociaciones secretas y bilaterales, comencemos el tránsito al escenario depresivo al que deberíamos comenzar a acostumbrarnos: distanciamiento público, multilateralización y declaraciones cruzadas, una rutina que se ha mantenido por un siglo (eso, claro está, si algún político de fuste no da un golpe de cátedra y nos sorprende a todos).
¿Qué fue diferente y nos llevó a abrigar esperanzas?: la aceptación por parte de Chile de que había problemas pendientes (entre ellos el marítimo); el gobierno boliviano convirtiéndose en un interlocutor serio y abriéndose a discutir otras opciones que no sean soberanas; el acercamiento inédito entre sectores tradicionalmente reacios a un entendimiento, como las FFAA; y el papel que jugó el tercero en discordia, Perú, que había presentando una demanda ante La Haya que complicaba seriamente su relación con Chile.
En ese escenario, ¿cómo no ser optimista y pensar que quizá finalmente había llegado el momento de comenzar el arduo y largo proceso de solución al diferendo más antiguo de la región, proceso que no dejaría contento ni a bolivianos ni a chilenos (como en toda negociación seria), pero que permitiría lentamente y con los años sanar heridas, reconstruir imaginarios y establecer un espacio potente de integración política y económica?
Pero todo parece haber quedado en nada, primaron los sectores de siempre en ambos países: en Chile aquellas que creen que su vecino al no ser una amenaza ni militar ni económica no vale el esfuerzo; y en Bolivia, quienes creen que la alternativa es negociar a través de la presión en foros multilaterales y hermanándose con el Perú (porque la otra variable de la ecuación también trabajó arduamente en estos meses y sus éxitos diplomáticos están a la vista).
En este tradicional movimiento pendular nos dirigimos entonces el endurecimiento de las posiciones y a la mediatización del tema. Eso sí, algunas cosas son distintas: Bolivia ya no es un Estado fallido como cuando Lagos se enfrentaba a Mesa y tiene mayor crédito internacional, la solución de este conflicto interesa a otros países de la región y, finalmente, el diferendo de La Haya está en plena efervescencia. Pero eso son los costos que deberán pagar quienes quieren mantener el statu quo.
Así de la fase maniaca pasamos a la depresiva. Lástima que nadie se anime a medicar a estos pacientes para que sean más estables y entiendan lo que creemos muchos: incluso el peor arreglo al que se llegue, abrirá un escenario que ni siquiera los más optimistas somos capaces de imaginar.
(Publicado en La Tercera el 15 de diciembre de 2010)