Fernando Molina
Ensayista y columnista, el mexicano fue una de las figuras culturales más importantes de su país. Un recuerdo a pocos días de su muerte.
Un ensayista y un columnista que publica en periódicos no es un “escritor”. Nadie piensa espontáneamente en uno cuando se evoca este prestigioso oficio; se imagina siempre a algún poeta o novelista. En realidad, cualquier muchacho de 18 años que acaba de publicar un par de versos es más “escritor” que un ensayista y columnista con décadas de trabajo, y pronto se encontrará en un congreso internacional representando a su patria. Ponencia probable: “La nueva literatura nacional” (claro, porque de la otra, de la “antigua”, el pobre no sabe nada de nada).
Un escritor, si quiere que se lo tome en serio, debe mantenerse alejado de los periódicos, y mejor si no incurre en el ensayo, es decir, no en el ensayo periodístico. Nunca. Una densa obra sobre Hölderlin es otra cosa; una enrevesada lectura de algunas líneas de René Char, también; nunca, jamás, en cambio, salir de la biblioteca a la calle, ponerse a hablar de la realidad misma, quemante y palpitante; opinar de asuntos contingentes, o sólo y simplemente vulgares, como la economía, la política, las mentalidades colectivas, la cultura popular. Si esto hay que tratarlo, debe tratarse en la novela, género plebeyo en el siglo XIX, ahora elevado a igual condición que el drama isabelino, que era popular en el siglo XVII, pero que hoy se reverencia como la tragedia griega, que en su tiempo, por cierto, reunía a decenas de miles de espectadores entusiastas y probablemente borrachos.
¿Serán el ensayo periodístico y la redacción de columnas semanales géneros consagrados en el futuro? Quién sabe. En todo caso, algunos de sus autores perdurarán cuando muchas de las obras literarias que hoy se considera serias “sean tanto como guías telefónicas con diez años de antigüedad”, tal cual afirmó Raymond Chandler en defensa de la novela negra.
Los primeros candidatos para esto son, claro está, aquéllos en vida lograron hacerse reconocer como escritores, pese a todo, aunque fuera como escritores “en tono menor”: Dicha esta palabra por lo bajo, atenuado el atributo por la inhibición de quien la profiere sin saber si se confunde o no (el agraciado no contabiliza una novela, ni siquiera un libro de poemas), ¿estarán sus clasificaciones en orden? “Fulano de Tal. Escritor de libros sobre otros escritores, sobre cine, sobre los hábitos de sus contemporáneos, sobre la historia pomposa y su reverso real, la desventura”. Escritor, sin embargo, ya que tiene libros; si bien… Bueno, por lo menos tuvo ocasión de representar a su patria en algunos congresos, aunque hacía ya mucho que ya no disfrutaba de la tierna edad de los 18 o los 28 años…
Uno de estos candidatos al reconocimiento póstumo hace muy poco se ha vuelto póstumo, justamente. Se llamaba Carlos Monsiváis, varón infatigable que leyó 30 mil libros de literatura, sociología, antropología, historia de México –la patria que representaba en los congresos–, política, cine y música; y que escribió decenas de ensayos sobre éstas y otras materias, y cientos y cientos de páginas en los periódicos y las revistas; o mejor dicho: miles –y hasta decenas de miles.
Infatigable era Monsiváis, y talentoso, y original estilista, y gracioso como lo suele ser quien se mantiene en contacto con el pueblo, sus formas de entretenimiento y vida, sus medios de expresión y comunicación, su lenguaje. Monsiváis, que volaba como una mariposa y noqueaba como Mohamed Alí.
Uno de sus mejores amigos, el escritor (apelativo que en este caso nadie cuestiona) Sergio Pitol lo recuerda cuando ambos apenas comenzaban, metido en librerías de las que siempre salía cargado de volúmenes y volúmenes, y donde obtenía cargamentos de revistas. Salía así, aplastado por las cajas de la librería y en seguida se iba con Pitol a la taquería, a comer unas enchiladas mientras departían sobre Henry James, Melville, Hawthorne, Forster, Sterne y Virginia Woolf, Poe, Twain y Thoreau. Combinación genial: la contundencia del más potente inglés y del mejor chile. Ambos eran borgeanos, lo que es de suponer; cultivaban el culto a Rulfo, como corresponde, y por alguna razón incomprensible admiraban a Carlos Fuentes (una excentricidad que, sin embargo, quizá pueda comprenderse si tomamos en cuenta que en ese momento Fuentes publicaba sus obras más importantes).
Era fines de los 50 y el clima político se oscurecía con los nubarrones que finalmente terminarían en la sistemática represión “de baja intesidad” del PRI a la izquierda mexicana. No hay necesidad de decir de qué lado estaban nuestros jóvenes amigos, que participaban en manifestaciones con Diego de Rivera y Frida Khalo, escribían cosas peligrosas y podían sobrevivir en esa enrarecida atmósfera, entre otras cosas, gracias al humor. Riéndose de los mentecatos y los mojigatos; desternillándose, por ejemplo, de los cinéfilos beatos que veían un western de John Ford como si se tratará del lienzo, en proceso de materialización, de una Virgen milagrosa. En la taquería Monsiváis se despedía de su amigo Pitol e iba a una radio, a dirigir un programa de cine, y luego a la redacción de algún periódico, a entregar su columna, y en la noche escribía hasta deshoras, y por la mañana leía, y…
Bueno, seguramente al envejecer cambiaría de hábitos, como todos, pero es indudable que lo suyo nunca fue el reposo académico ni la burocratización del intelecto. Se había propuesto, como programa, la “desolemnización” de México. Y, sobre todo, estaba en busca de una musa que nunca le había sido favorable, y toda su vida actuó como un enamorado ciego e inconsolable.
¿Se escribe para “expresarse” o para “objetivar una imagen”? El debate de los filósofos sobre esta disyuntiva es arduo y constante. Es obvio que un sujeto se expresa siempre en lo que hace, dicen estos, ya sea un verso o una silla. Y aquellos replican: ¿no es la emoción que ha causado la imagen la que lleva a querer recrearla? Eugenio Trías añade algo más/mejor: la pasión es un deseo que no se satisface en el objeto, sino en la propia necesidad de desear. Uno no se enamora de una mujer o un hombre, sino del amor. Uno no escribe si tiene oportunidad de evitarlo.
Hagan lo que hagan, vayan o no a los congresos en representación de su patria, los que no pueden evitar escribir son “escritores”. Y en el caso de Monsiváis, con mayúsculas. Carlos Monsiváis, Escritor.