En los bautizos durante la Edad Media, el hombre reconocía su paternidad al pasar a su niño por la manga de una camisa para luego sacarlo por el cuello y, finalmente, besarlo en la frente en señal de aceptación. No se sabe cómo, esa camisa con el tiempo término midiendo nueve metros (once varas) convirtiéndose en una expresión que señala la poca conveniencia de complicarse la vida innecesariamente. Se trata de un refrán muy conocido pero del que se olvido el canciller Alejandro Foxley cuando dio su primera entrevista exclusiva y en profundidad. En ella dio a entender que todo es negociable con Bolivia -incluida la soberanía-.
Días después, lo que parecía una muestra de honestidad intelectual, se convirtió en una gran bola de fuego -una camisa de once varas-, que generó suspicacias en Chile, sorpresa en Bolivia y otras variopintas reacciones, la mayoría de las cuales obviamente no son públicas.
Foxley sufragó el derecho de piso que todos los diplomáticos (expertos o no) suelen pagar cuando se animan con las relaciones bilaterales, asunto donde hasta el más ducho ha pisado el palito y caído de bruces.
Ahora bien, el grado de estas reacciones también fue distinto entre Santiago y La Paz. Es que en Bolivia es posible cambiar de discurso sin problema alguno en tanto quien hable no olvide decir claramente que el objetivo final es un acceso soberano al mar (así, Morales puede pasearse entre la bilateralidad y la multilateralidad semanalmente sin ningún problema); en cambio en Chile una frase desafortunada se convierte en cuestión de Estado y ha costado el cargo a más de un avezado diplomático.
Hay, además, otras consecuencias. Entre las decisiones que se tomaron en La Paz luego de las declaraciones de Foxley, se encuentra convocar a una reunión (a nivel de vicecancilleres) para mayo próximo; pedir que José Miguel Insulza alargue su visita a Bolivia y, la más importante de todas, apresurar el nombramiento de José Enrique "Coco" Pinelo, como cónsul de Bolivia en Santiago.
Morales necesitaba un hombre de su absoluta confianza para desarrollar su estrategia y optó por un experto en organizaciones sociales, no por un diplomático de carrera, bajo la apuesta de que se debe negociar no sólo con la Cancillería sino con el pueblo chileno. Se trata de una expresión concreta de la anunciada diplomacia de los pueblos, esa que el Presidente boliviano vislumbró el día mismo en que visitó el estadio nacional en Santiago y escucho mieles para sus oídos.
Coco Pinelo es un personaje de larga trayectoria entre la izquierda boliviana. Hizo la mayor parte de su carrera en Unitas (una red de organizaciones no gubernamentales); tuvo un papel destacado en el Diálogo Nacional; y actualmente participa del círculo de hierro del Presidente (se comenta que fue uno de los responsables de la obtención de fondos internacionales para la campaña electoral del MAS). Cuando se negoció la transición en diciembre pasado, Pinelo se perfilaba como Ministro de Desarrollo Económico o de Participación Popular, pero salió de la escena pública durante unos meses hasta ahora, que vuelve al ruedo político enfrentando una de los mayores desafíos que tiene el Palacio Quemado.
Varios políticos e intelectuales consultados no coincidieron en sus apreciaciones sobre él, pero ninguno duda de su inteligencia, su capacidad de organización y su fuerte raigambre ideológica (en la década de los '60 simpatizó con el Ejército de Liberación Nacional; luego se acercó a la guerrilla de Teoponte -el segundo grupo foquista en la historia boliviana después del protagonizado por el Che Guevara-; años después se integró al MIR, se escindió junto a una fracción de ese partido; y, finalmente, recaló en el MAS).
En su descargo, un lúcido intelectual boliviano dijo a La Tercera que "si la relación (entre Chile y Bolivia) es humana, Pinelo las tiene todas a su favor. Tiene sentido común y, si se trata de facilitar relaciones y afectos, es la persona adecuada".
Sólo el tiempo dirá si esos atributos son suficientes y, sobre todo, si la diplomacia de los pueblos alcanza para encontrar la cuadratura del círculo.
¿Puede resurgir una alianza perú-boliviana contra Chile?
Si algo caracteriza la situación política en el Perú después de las elecciones del domingo pasado son las sensaciones (y en el mundo de la política y la economía éstas son tan importantes como los datos): Crecimiento sostenido y ánimo victorioso por parte de Ollanta Humala; depresión y derrota en la campaña de Lourdes Flores (llegó a tener el 40% de la intención de voto y hoy disputa el segundo lugar sin pena ni gloria); finalmente, sobrevivencia política para Alan García, con la segunda bancada parlamentaria y aún posibilidades estadísticas de seguir en la competición.
Sin embargo, ahora hay que barajar y dar de nuevo: Observar si el establishment y los partidos ?sistémicos? se alinean tras una sola candidata o candidato, si los sectores rurales y marginados repiensan sus opciones por el ex militar ahora que es en serio, y si éste es tan inmune a las balas de la guerra sucia como parece.
Sin embargo, de la infinidad de conclusiones que se pueden sacar de este proceso en desarrollo, rescatemos las similitudes que hay entre lo ocurrido en Bolivia en diciembre pasado cuando ganó Evo Morales y el proceso político peruano.
Es que hoy, muchos años después parecería renacer la pesadilla que dejó sin dormir a muchos militares chilenos hace unas décadas: La posibilidad de que se selle una alianza militar entre Perú y Bolivia si Humala gana las elecciones.
Sin embargo, la situación está muy lejos de un escenario como el que se vivía en los ?70 (cuando se incluía a la Argentina en ese triángulo), no sólo porque Chile ha dado un salto económico y militar sin precedentes, sino porque pensar en una internacional de izquierda donde participarían estos países es insostenible desde cualquier perspectiva. Convengamos que las diferencias entre un indigenista de matriz marxista como Evo Morales y un militar anticomunista como Humala son mayores que sus coincidencias.
Sin embargo, existen elementos comunes que vale la pena enumerar.
Ambos líderes han participado en procesos electorales y los han ganado, respetando las reglas de juego democrático; creen que debería haber una mayor participación del Estado en la economía; y buscan el control más estricto de las empresas privatizadas e incluso su reversión a manos estatales.
Además, los dos tienen aspiraciones refundacionales y cierto sentido mesiánico de la política, en ese entendido se comprometieron a realizar sendas Asambleas Constituyentes (en Bolivia su convocatoria está en pleno proceso, mientras que en Perú será un hecho si Humala gana las elecciones).
Pero al margen de todo esto hay un elemento central que no debería ser subestimado: Tanto Bolivia como Perú son países sociológicamente de izquierda y culturalmente antichilenos, eso sí cada uno a su manera (y en este matiz está el secreto de la comprensión del fenómeno).
Si hay políticas de Estado que difieren en el caso de Bolivia y Perú, éstas se refieren a Chile; se dirá que en ambos países prima la política interna por sobre las relaciones internacionales o que cada gobierno tiene una postura diferente según sean las circunstancias, pero si se miran las cosas en profundidad, en lo que respecta a Chile las posiciones de los dos países no han variado un ápice.
En el caso de Bolivia una salida libre, soberana y útil al mar (de forma histérica durante el gobierno de Carlos Mesa, más neurótica en el de Morales); y, en el caso del Perú, con sentido casi elíptico: las críticas a una supuesta carrera armamentista o la revisión de límites marítimos significan más bien aspiraciones sobre la región del Tarapacá y negativa a perder una de sus fronteras en caso de que prospere la cesión de una franja territorial en Arica.
Si en política existieran las matemáticas el teorema sería más o menos el siguiente: el antichilenismo peruano será inversamente proporcional al grado de amistad que surja entre La Moneda y el Palacio Quemado.
Es que al margen de los lazos culturales e históricos sobre los que coexisten Bolivia y Perú incluso antes de la independencia, de por medio hay un mar de diferencias (y no sólo en sentido figurado). Lo que significa que las relaciones entre las tres naciones tienen menos que ver con anécdotas de política interna (unos miles de chilenos gritando mar para Bolivia, un canciller altiplánico que cree que la coca debe suplantar a la leche, o el nombre del futuro Presidente del Perú), y mucho más con temas de Estado y factores estratégicos para el siglo XXI (precisamente los que hoy dividen al mundo): agua, energía, inversión extranjera e inmigración. Nada más alejado a la Confederación del siglo XIX, pero un desafío de similares proporciones.
Sin embargo, ahora hay que barajar y dar de nuevo: Observar si el establishment y los partidos ?sistémicos? se alinean tras una sola candidata o candidato, si los sectores rurales y marginados repiensan sus opciones por el ex militar ahora que es en serio, y si éste es tan inmune a las balas de la guerra sucia como parece.
Sin embargo, de la infinidad de conclusiones que se pueden sacar de este proceso en desarrollo, rescatemos las similitudes que hay entre lo ocurrido en Bolivia en diciembre pasado cuando ganó Evo Morales y el proceso político peruano.
Es que hoy, muchos años después parecería renacer la pesadilla que dejó sin dormir a muchos militares chilenos hace unas décadas: La posibilidad de que se selle una alianza militar entre Perú y Bolivia si Humala gana las elecciones.
Sin embargo, la situación está muy lejos de un escenario como el que se vivía en los ?70 (cuando se incluía a la Argentina en ese triángulo), no sólo porque Chile ha dado un salto económico y militar sin precedentes, sino porque pensar en una internacional de izquierda donde participarían estos países es insostenible desde cualquier perspectiva. Convengamos que las diferencias entre un indigenista de matriz marxista como Evo Morales y un militar anticomunista como Humala son mayores que sus coincidencias.
Sin embargo, existen elementos comunes que vale la pena enumerar.
Ambos líderes han participado en procesos electorales y los han ganado, respetando las reglas de juego democrático; creen que debería haber una mayor participación del Estado en la economía; y buscan el control más estricto de las empresas privatizadas e incluso su reversión a manos estatales.
Además, los dos tienen aspiraciones refundacionales y cierto sentido mesiánico de la política, en ese entendido se comprometieron a realizar sendas Asambleas Constituyentes (en Bolivia su convocatoria está en pleno proceso, mientras que en Perú será un hecho si Humala gana las elecciones).
Pero al margen de todo esto hay un elemento central que no debería ser subestimado: Tanto Bolivia como Perú son países sociológicamente de izquierda y culturalmente antichilenos, eso sí cada uno a su manera (y en este matiz está el secreto de la comprensión del fenómeno).
Si hay políticas de Estado que difieren en el caso de Bolivia y Perú, éstas se refieren a Chile; se dirá que en ambos países prima la política interna por sobre las relaciones internacionales o que cada gobierno tiene una postura diferente según sean las circunstancias, pero si se miran las cosas en profundidad, en lo que respecta a Chile las posiciones de los dos países no han variado un ápice.
En el caso de Bolivia una salida libre, soberana y útil al mar (de forma histérica durante el gobierno de Carlos Mesa, más neurótica en el de Morales); y, en el caso del Perú, con sentido casi elíptico: las críticas a una supuesta carrera armamentista o la revisión de límites marítimos significan más bien aspiraciones sobre la región del Tarapacá y negativa a perder una de sus fronteras en caso de que prospere la cesión de una franja territorial en Arica.
Si en política existieran las matemáticas el teorema sería más o menos el siguiente: el antichilenismo peruano será inversamente proporcional al grado de amistad que surja entre La Moneda y el Palacio Quemado.
Es que al margen de los lazos culturales e históricos sobre los que coexisten Bolivia y Perú incluso antes de la independencia, de por medio hay un mar de diferencias (y no sólo en sentido figurado). Lo que significa que las relaciones entre las tres naciones tienen menos que ver con anécdotas de política interna (unos miles de chilenos gritando mar para Bolivia, un canciller altiplánico que cree que la coca debe suplantar a la leche, o el nombre del futuro Presidente del Perú), y mucho más con temas de Estado y factores estratégicos para el siglo XXI (precisamente los que hoy dividen al mundo): agua, energía, inversión extranjera e inmigración. Nada más alejado a la Confederación del siglo XIX, pero un desafío de similares proporciones.
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