Debates y encuestas: la peligrosa tentación oligárquica

Quizá no haya nada que simbolice mejor la distancia entre los políticos y los ciudadanos que la serie de opiniones, entrevistas y artículos que ha generado el último debate electoral.
Están los que aducen que este tipo de encuentros va en desmedro de una discusión más profunda, olvidándose que es precisamente este formato lo que permite su universalidad: ¿se imagina cuántos lo habrían visto si la cosa hubiera sido más técnica o sin control de tiempo? Todo el que estudió filosofía política sueña con volver al ágora ateniense donde se podía discutir sin ningún límite ni requisito (si no trabajabas, por supuesto, que la filosofía era para los que no tenían esa odiosa costumbre de ensuciarse las manos), pero han pasado algunas cosas desde entonces (se inventaron los medios, por ejemplo, o se acuñaron conceptos como marketing y telepolítica).
Es cierto que el debate dejó mucho que desear como sostiene la opinión mayoritaria (todos queríamos más), y sería sensato que en las siguientes semanas se busque el justo medio entre los deseos de ambos comandos (para seguir con los griegos: ya Aristóteles alertaba contra los temerarios y los cobardes y optaba por los valientes). Pero no podemos olvidar el dato más relevante: ¿hay signo de madurez democrática mayor para una sociedad que 40 puntos de rating sin sangre ni golpes bajos?
Las críticas al debate también han sido dirigidas contra las encuestas, no faltó quien dejó de hacerlas públicas porque perjudicaban a un candidato con el que simpatizaba, o el que dijo que haberlas realizado después del debate iba en contra de la formación de una opinión conciente y por tanto habría que regularlas (¿prohibirlas?).
Restringir la libertad de quien quiere medir telefónicamente los resultados del debate es absurdo, pero, más peligroso aún, implica una postura oligárquica: si un político puede decir quién ganó o perdió inmediatamente después del debate, como vimos hasta el cansancio, ¿porque no cualquier persona entrevistada por teléfono?
Desde la década de los 30, cuando los diarios y revistas lanzaron las primeras encuestas de opinión (que sirvieron primero para predecir resultados políticos y recién luego para los negocios), no hay un solo movimiento o frase que digan o hagan los políticos americanos que no haya sido testeada previamente. Los discursos, los énfasis, los temas, etc., son definidos y modificados en función de encuestas y grupos focales. Todo se mide y, además, se mide en tiempo real, de forma que se pueda conocer hasta los más imperceptibles movimientos en la opinión pública, lo que permite hacer ajustes inmediatos a la estrategia de campaña. ¿Por qué nos extraña que esto ocurra en Chile?
Eso sí, los que respondieron a los sondeos seguramente desconocían los manuales de campaña electoral que manejan al dedillo los estrategas de los comandos: si usted siguió alguna vez una elección en EEUU habrá notado que inmediatamente después de que termina algún discurso, un vocero de su oponente marca los puntos flacos, los olvidos y las mentiras. Eso es lo que los americanos denominan ?respuesta rápida? (dicen que es muy útil para evitar que se sedimenten unilateralmente algunos conceptos en la opinión pública). Así actuaron los militantes de ambas fracciones, pero la de Alvear sin duda fue el que tuvo más éxito en la faena.
A todos los demás, los que sólo miramos atentamente la televisión, nos queda estar atentos por si suena el teléfono y esperar ?ojala? que sea algún oscuro encuestador preguntando nuestra humilde opinión.

* Sergio Molina M. es cientista político y trabaja en Imaginacción Consultores.